jueves, 6 de mayo de 2010

Yesterday and today

Sucedió un domingo.
Ya me encontraba cansado cuando descendí a la vigilia, debido probablemente a que la noche pasada me había acostado demasiado tarde. No recordaba mucho de lo que hice, y, por mucho que me pudiera ser útil saberlo, a estas alturas sigo aún sin poder rememorar casi nada. No había ruidos afuera, recuerdo que me sorprendió no oír ningún estruendo de coches u otros entes motorizados a lo largo de las horas; era uno de esos días que invitaban con claridad al recogimiento, o bien al esparcimiento en soledad. Mientras trataba de despegar unas legañas acérrimas entre las sábanas me decidí a dar un paseo. Mis ojos se abrieron de par en par al sucio blanco del techo.

Pensé que debía comprar un par de barras de pan, y también pensé que tenía una molesta erección dentro de los calzones, que ya me ocuparía en aliviar. La humedad de la paredes conformaba manchas oscuras, se me vino a la mente que si no arreglaba pronto el problema de las cañerías ocuparían todo el espacio de la habitación. Al poner los pies en el suelo vi que el tornillo del Cristo que estaba en la pared sobre mi cabeza había cedido, como se veía venir, y que éste estaba en el suelo. Lo dejé en la mesita de noche para volverlo a colocar luego. Mi corazón daba tumbos de gratitud por que no hubiera caído sobre mi crisma.
Fui al cuarto de baño a lavarme la cara y demás, y allí comprobé que tenía unas ojeras inmensas y que había abandonado los prados del sueño demasiado pronto. Maldije por ello a mi reloj biológico, ya que me resulta imposible volver a dormirme cuando ya he abierto los ojos, y muchos días empiezan más temprano de lo que debieran.

Me preparé un par de tostadas y me puse a ver la tele. Por un momento me quedé absorto ante unos dibujos animados de unos caballitos orejudos que hablaban, sin pensar en nada, escuchando sus discusiones de voces infantiles. Tuve que agitar la cabeza para desperezarme, y estiré el brazo para cambiar de canal. Puse las noticias de actualidad, y se me abrió ante los ojos el amplio espectro de los tumultos políticos y los debates ideológicos de la actualidad, que me indujeron un estado similar de embelesamiento, mientras comía la tostada procurando que la mantequilla no me chorrease en exceso por la mano. Cuando acabé de desayunar apagué la televisión, y tras hacerlo escuché una remota melodía que alguno de mis vecinos andaba ensayando. No solía hablar con la mayoría de ellos, y desde luego desconocía quien era aquel que tocaba ese piano que ocasionalmente resonaba en la lejanía. Era una melodía triste.

No me planteé demasiado la ropa a ponerme, no pensaba que a esa hora temprana fuera a verme nadie. Cogí una camisa de cuadros y un par de vulgares pantalones de octogenario, fui a por la cartera y salí de casa. Mis pisadas bajando la escalera resonaban fuertemente, quizás por contraste con la levedad de los demás sonidos. Descendí el último tramo con amplias pisadas y un par de saltos. Quizás por falta de aceite, la puerta de hierro que daba a la calle crujió, como solía hacer. Me suele costar abrirla, pesa mucho y a veces está bastante dura. Salí al aire de la ciudad dormida, o resacosa, de aquella mañana.

Asombrado, me arrepentí en cuanto estuve fuera de no haber llevado un paragüas. Cuando nieva, como pensaba que sucedía entonces, me es siempre bastante útil, pues detesto que los copos se introduzcan entre mi ropa y me mojen. Pero una observación más detallada me hizo darme cuenta de que además de una lluvia blanca descendían desde lo alto una suerte de luces rojas, como fuegos fatuos que caían con solemnidad del cielo nublado. La ciudad contenía en su aire una lenta guirnalda de luces en movimiento.
Intenté asir uno de los extraños copos. Tuve que soplarlo al cogerlo, para apagar el fuego. No daba crédito a mi sorpresa. Era una pluma que ardía, cuya parte superior estaba ya medio carbonizada, revelando un entramado de finos nervios. Entendí entonces que lo que había interpretado como nieve eran una infinitud de plumas que caían a una velocidad lenta, de forma parsimoniosa, algunas incendiadas, sobre nuestra ciudad. También caía una especie de polvo finísimo, como de ascuas.

Traté de escrutar de dónde procedía todo, pero parecía venir de más allá de las nubes, grises nubarrones de otoño, que me impedían ver qué había por encima de ellos. Pensé por un instante que lo más lógico era que una bandada de ánades en migración hubiera sido combustionada por el motor de un avión. Fuera lo que fuera, era un espectáculo inaudito, y me consideraba en cierta manera orgulloso de ser el único ser vivo en los alrededores que lo estaba presenciando, a excepción de un par de gatos que se ocultaban bajo un coche.

Era demasiado temprano como para que la panadería estuviera abierta, así que me propuse dar un paseo por la ciudad antes de ir a comprar el pan. No había señal alguna de que ninguno de los vecinos se hubiera levantado aún, el único contacto humano que había tenido hasta entonces había sido la distante sonata del piano, si podía considerarse como tal.
Comencé a andar entre los bloques de pisos marrones, mirando hacia arriba con una mezcla de admiración y precaución, pues debía de evitar a toda costa que una de las plumas incandescentes acabara en mi pelo. El suelo estaba cubierto aquí y allá de cálamo, plumón y polvo, lo que indicaba que, dada la lentitud del descenso, éste llevaba un tiempo efectuándose.

Mi mente caminaba meditando sobre el cansancio -físico- que sentía últimamente, quizás debido a un sueño insuficiente, y se inquiría acerca de si llamaría a R. o no esa tarde, pues lo cierto es que no tenía mucho más que hacer que un par de ejercicios de anatomía ósea para la escuela de adultos, y eso en caso de que me resolviera a acudir el Lunes, cosa improbable dada la desgana mayúscula que me venía produciendo ir.

En un principio mi paseo se dirigía hacia el centro, pero una vez concebí que no pensaba ver a ninguna persona en el trayecto, y menos a una conocida, viré hacia las afueras. El campo y las granjas un domingo a primera hora, antes de la irrupción masiva de descerebrados, siempre me habían resultado de los más acogedores.

La suave lluvia de plumón continuaba su descenso solemne, como una nevada a cámara lenta, pero yo no pensaba ya en lo extraordinario de aquello. Conforme iba andando escaseaban progresivamente los coches, y abundaban árboles emplumados a un lado de la calle. Mi perorata cerebral había finiquitado, y lo cierto es que no cavilaba nada en concreto, sólo paseaba acompasadamente, imbuido un poco por la parsimonia que me rodeaba, mientras esquivaba las ascuas que bailoteaban el aire.

Me introduje en el campo terroso que había a la izquierda de la acera para continuar andando entre los naranjos.
Llevaba un rato caminando entre los fuertes árboles cuando algo cayó velozmente a unos metros de mi. Lo único que vi fue una especie de objeto negro precipitarse hacia el suelo, que hizo un sonido que indicaba que había caído sobre alguna planta, o matorral.

Me aproximé con curiosidad al lugar en dónde creía que estaba. Donde aclaraban los árboles había unos matorrales y un pozo, y, en efecto, sobre uno de los matorrales había un objeto. Al principio no lo reconocí, o no quise reconocerlo, pero tras una breve inspección se me reveló como un homoplato humano, virulentamente quemado, unido a un brazo, cuya mano esquelética sostenía aún un trozo de la empuñadura de una espada, que yo, apasionado de la esgrima, no tuve problemas en reconocer como tal. Pero lo que lo hacía tan sumamente chocante, lo que me hizo abrir la boca de asombro y pánico, era que de el homoplato surgía también un ala, y de ella colgaban aún algunas plumas medio combustionadas.

Superando una cierta aprensión hacia lo que tenía ante mi, separé, no sin un notable esfuerzo, la empuñadura de sus dedos, y tuve que lanzarla lejos, pues ardía.

Restregué mi mano contra el pantalón, para enfriarla. Miré de nuevo al cielo, a las miles de cosas en llamas que continuaban cayendo, cada vez más, desde alturas inescrutables. Y me sentí súbitamente solo, terriblemente solo, como nunca antes. Una aguda punzada de dolor penetró en mi estómago. De repente tenía la necesidad imperiosa de llegar a casa, de cerrar la puerta con llave y encerrarme bajo las sábanas. Recuerdo que poco después de iniciar la vuelta rebusqué entre mis bolsillos por algún motivo, para darme cuenta de que me había dejado las llaves en casa. Seguí caminando. No mucho tiempo más tarde otro cuerpo muerto y medio quemado cayó con estrépito cerca de donde yo caminaba. Tenía fragmentos de una armadura blanca y una de las alas parcialmente rota, y se le adivinaba una suerte de cabellera rubia abrasada. No me detuve a contemplarlo, y aceleré el paso, incapaz de encontrar una respuesta satisfactoria a nada de lo que había visto, diciéndome con ingenuidad que lo peor ya había pasado, y deseando encontrarme con algún ser humano que ya se hubiera levantado por el camino.



Sin embargo, la "lluvia" duró varios años.

4 comentarios:

_Greed_ dijo...

¿El ocaso de los ídolos?

Ripser dijo...

No sé.

Layne dijo...

Dios ama a todos sus hijos.

rafarrojas dijo...

los ángeles q se pegan utilizan el mismo armamento que hace miles de años: espadas flamígeras... es lo malo que tiene no pegarse más a menudo, q no se tiene lo último, lo mejor... los norteamericanos, por contra, tienen un nuevo rifle de plasma con mirilla láser que es considerada el arma automática más poderosa del mundo, la Metal Storm, que utiliza un sistema que combina el cañón y la recámara, de modo que las únicas piezas en movimiento son los mismos proyectiles....