sábado, 19 de noviembre de 2011

Ruido

            El acusado, esta vez, se sentaba en el suelo. Miraba en torno a él asustado, pues no había en la sala ni siquiera una columna que abrazar y a que aferrarse. Su banquillo era la tierra blanca y dura, y sabía que bajo su coxis, las raíces esperaban el fallo para tragarlo y volverlo madera y tallos secos. El acusado admitía su error, pero aceptar que ello lo condenara al más absoluto de los abandonos era convertirse en su propia guillotina, y por heroico y honroso que pudiera parecer reconocerlo, él no podía concebir un futuro sin sí mismo. El defensor se levantó, y sin embargo, el acusado sintió aún más su propia desnudez, se acentuó aún más su desamparo, pues ya terminaba de convencerse de que había dejado de ser una extensión de su defensa y ya no quedaba más ahí fuera a que amarrarse. Y ya a su alrededor, el suelo comenzó a deshacerse cuando el fiscal tomó una piedra y señaló su frente con el dedo. Su causa era hacer que se hundieran en el suelo los pies del preso, no defender de aberraciones los principios y las leyes, sino ahogar a la otra parte al final de un duelo llevado por lo tan breve de la victoria efímera como por lo tan ahondado de su ambición. Y cuando las ramas del gran árbol se movieron tras de él, lo tomaron entre las hojas y lo ungieron, como un ángel ascendiendo; y el acusado quedaba prendido de una raíz tomada de su mano deshaciéndose, y bajo sus pies se abría un agujero a lo abisal; el juez, martilleó con una nuez enorme sobre la piedra y gritó: ¡basta! La piedra quebrada por el golpe del fruto áspero, dejó emanarse su fluido, derramó por el tronco del letrado y alcanzó la tierra blanca, destiñéndola y vistiéndola de viscosa acritud. El abismo bajo el acusado comenzó a formar ramas emergiendo del suelo, y las ramas que elevaban al fiscal se revolvieron por calambres y se hicieron luz y sombra retorciéndose en el suelo. Entonces comenzó a oírse un rumor de voces y de humanos. Un murmullo creciente, luego un grito heterogéneo y un rugido de la tierra. Provenía del fondo de la sala. Y todos los presentes, víctimas y testigos, se giraron en sus sitios y volvieron su mirada al origen del sonido. Al final de la sala, sólo se encontraba ella. Y nadie más. Observaba sin mutar su mirada a todo el salón, y su expresión era severa, un desfiladero dando al mar. “Habéis vuelto a fallar. El telón sigue echado sobre vuestros ojos. Lo demás sigue siendo ruido de fondo.”

jueves, 17 de noviembre de 2011

Las manos


Un día de estos, te voy a regalar mis manos.

No sé qué querrás hacer con ellas; yo te digo que las echaré de menos. Me buscaré otras manos, unas que sirvan para las necesidades básicas y poco más, o para que las chicas no salgan corriendo cuando me vean.

Pero a tí te daré mis manos. Si soy un idiota, ¿cómo iba a poder escribir con la cabeza? Seguro que está en las manos. Y ya no habrá en mi nada de impresionante y nada de orgulloso, y tú podrás verme como lo que soy, un vil gusano. Y entonces seré tuyo para siempre, mamá, y tú no podrás hacer otra cosa que cuidarme o dejarme morir. No podré hacer gestos cuando hablo, no podré llamar la atención de los demás en mis discursos. No podré pelear y tampoco podré excitarme, sólo seré una especie de masa informe lloriqueante, un idiota que se cortó las manos porque quería regalárselas a su madre. Todo eso haré, y no caerá que caiga en saco roto. Lo haré para, en mi llanto y en mi pérdida, en mi derrota, convertirme en el más humilde de todos los perdedores.

En mitad de tu llanto, cuando ya no puedas más y clames por mi buena muerte, yo diré, por fin, triunfante: TE LO DIJE, MAMÁ. NO PODRÍAS CUIDARME SIEMPRE.

martes, 15 de noviembre de 2011

El regalo


(Este texto no es mío. Lo encontré en mitad de una cordillera nevada, en una caligrafía extraña y de otra época. No tenía fecha y estaba en inglés, era, seguramente, de aquel tiempo en que los habitantes de más allá de los Pirineos se habían lanzado a escalar las cimas del mundo, en una época de contrastes, una época en la que los pensamientos importaban. Decía así: )

Voy a regalarte un pensamiento: 

Cuando vayas a lejanas tierras y en una tienda en medio de la adversidad te halles, levanta los brazos y tócate aquí, en la oreja, justo aquí, donde, cuando es otoño y tú estás en casa, siempre te queda un poco de jabón después de ducharte.

Recuerda entonces el ajetreo del hogar, las vaharadas de vapor de la ducha, la bata a cuadros, el suave pijama, el olor a sopa, a champú, y sobre todo; el ruido insistente del secador, como una nana prematura incitándote a cerrar los ojos. Recuerda cuando te negabas a ponerte los calcetines, y por pereza ibas casi descalzo por el frío mármol de casa.  Cuando, pasase lo que pasase al día siguiente, estabas demasiado cansado como para preocuparte. Todos los domingos y todos los amaneceres que viviste aquí serán como un remanso de paz entonces, pues el tiempo aquí gastado no fue perdido sino atesorado. Cada latido de tu corazón aquí fue un latido dichoso, y nunca podrás decir que fuiste infeliz si recuerdas con cuánto amor te acaricio ahora, aquí detrás de la oreja.

Quizá nunca puedas formar un hogar, puede que nunca encuentres el camino de regreso a este. Puede que, en el futuro, yo te odie tanto como te quiero ahora, e incluso, quizás, que yo ya me haya ido a un lugar mejor. En el futuro incierto quizás no tengas trabajo o quizás estalle la guerra.  Puede que no te espere eternamente en casa y puede que tú no quieras regresar, puede pasen un millón de cosas, pero, de seguro, si algo sé, es que esta idea que te regalo no la perderás jamás. Este es tu tesoro y esta es tu herencia, y así, hijo, no eres pobre, sino rico.

(Esto era lo único que había. A su alrededor, signos de un campamento, poco más. Busqué en vano algún esqueleto o algún signo de la muerte evidente, pero no los hallé. No puedo explicar aún por qué, pero me sentí hermanado para siempre con el desconocido aventurero, y solemnemente, allí quemé el regalo de su madre, su madre que, de alguna manera, también sentía que era la mía. “No se preocupe, sidi.” Me dijo el guía. “La muerte por congelación es lo más bello que puede sucederte. Dicen que, en el momento justo antes de morir, de pronto, un alma bondadosa te hace regresar al hogar.”

Las montañas, en cambio, permanecieron mudas.)                        

lunes, 14 de noviembre de 2011

Desde la puerta


            Cada mañana, se asomaba a la cama donde ella dormía. Esperaba que abriera los ojos para decirle “buenos días, cariño”. Y aunque no solía responder con palabras, le devolvía una mirada oceánica, con la que muy pocos habían tenido la oportunidad de ser contemplados. Luego, le acariciaba la cabeza durante un rato. Dejaba pasar sus dedos entre su pelo fino y corto, suave como recién nacido. Más tarde la reclinaba, y le limpiaba la cara con una fina toallita, y después, le preparaba la papilla. Fruta molida, cereales… dependía. A ella le encantaba, su sonrisa lo decía con claridad cuando el cuenco de flores rosas y azules asomaba por la puerta. Disfrutaba el desayuno de cada día a cada cucharada. Y mientras la digería, esperaba un poco. Entretanto le susurraba al oído palabras que nunca conocí. Y más allá de la ventana, los gorriones en las ramas de los árboles de las bolitas ocres dejaban de cantar por escucharlas. Después de acabar, limpiaba delicadamente sus labios y su barbilla con una suave gasa, como la que a ella le encantaba abrazar mientras dormía, y dejaba írsele un suspiro sonriente. Poco después, la lavaba con una esponja húmeda: el pecho, los brazos, la espalda... y le cambiaba los pañales. Entonces la llevaba a la salita. A ella le disgustaba el sonido de la tele, no, sin embargo, si sonaba algo de música, y siempre buscaba con la mirada la ventana, a la que intentaba dirigirse para ver el exterior. Creo que quería oír el canto de los gorriones y verlos saltar de rama en rama, y a la gente pasar por la calle peatonal. Yo siempre la miraba desde la puerta, pues no sabía hasta qué punto podía contagiarme su niñez, pero a ella no parecía importarle. El almuerzo no solía gustarle tanto como el desayuno, pues tenía una marcada apetencia por lo dulce. Después, solía dormir hasta bien entrada la tarde. Y al despertar, quizá, le esperaban algunas visitas. Gruñía ante ellas, pues no soportaba los achuchones y los besos ruidosos. Prefería jugar con el tacto suave de su pijama, o los borlones de lana que colgaban de las mangas, que le hablaran largamente, que le contaran sus vidas, que la ayudaran a recordar que un día, fue aún más joven. Al caer la noche, apenas quería comer. Se mostraba cansada, sin fuerzas. Sólo quería regresar a su cuna, su cama, ser arropada y esperar al día siguiente. Antes de dormir, mi madre le susurraba a mi abuela cuentos en la cama, y ella sonreía hasta quedar profundamente inmóvil.
            Cada mañana, mi madre se asomaba a la cama donde mi abuela dormía. Sin embargo, aquella vez fue diferente. No necesitó esperar a que abriera los ojos para saber que se la llevaban. Las raíces habían emergido del suelo y arrastraban con su cuerpo, hacia la tierra. Pero al contrario de lo que esperaba, no encontró hundiéndose entre cepas el rostro de su madre, sino el de mi madre misma.      

viernes, 11 de noviembre de 2011

La huida


Ella lo había estado advirtiendo cada mes, pero nadie la tomó en cuenta. Primero, cuando el mundo era joven, realizó un primer amago tímido, y envuelta en un manto de oscuridad y estrellas, se deslizó a un lugar mejor. Desde entonces y cada mes volvía a aquel sitio oscuro, oculta de la vista de toda la humanidad.

Cuando su huida se hizo definitiva, allá abajo en la Tierra sus efectos fueron inmediatos: Ningún hombre había imaginado lo que sería vivir sin Luna, ningún hombre excepto aquel que, dirigiéndose hacia la colina a aullarle como cada mes, suspiró al sentirse liberado para siempre de su maldición canina.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Cartas en las tejas

Querida mamá

            Tú te sentabas siempre en tu jardín, y mirabas al vacío, como esperando algo. A veces era con un vaso de té. Yo te lo preparaba. Otras veces, ni eso. La tierra se regada de matorrales ¿recuerdas? Aunque qué importaba si un poco más de hierba hervida se unía ella. Se iba a enfriar de todas formas. Como tu té. Y se secaría y luego no se distinguiría de la corteza de las naranjas, ni de la carcasa de las almendras. Se quedaría allí. Como tu té. Y luego nada. Yo creía que iba a ser igual mamá, que te estabas convirtiendo en una hoja más de té. Lo único que oía de ti era tu butaca crujiendo, cuando hacía algo de viento. No te importaba mojarte, ni que te diera demasiado el Sol, ¿verdad? Pero mamita, lloré mucho cuando no te movías ni siquiera cuando la casa salía ardiendo. Aún así, sé que no debo preocuparme, sé que estás bien. Te has vuelto muy fuerte acosta no moverte, no comer y no dormir, no hablar, ni respirar. Pero mamá, de veras que a veces, sólo a veces, te lo prometo, se me pasa por la cabeza que sería todo mucho mejor si fueras como las otras madres, aunque eso conllevara que me obligaras a comer comida verde y asquerosa. Es un pensamiento que, en cuanto llega, intento que se vaya de mí. Porque, en verdad, sé que estás muy bien así.
            Cuando me dijiste que vivías dentro de una nube de color naranja, todo me pareció muy extraño. No sé que querías decir con que las gaviotas picoteaban todo el día tu cabeza, y que te contaban sus sueños. Supongo que te referirías a otra cosa. Todo lo entendí mejor cuando me contaste que te habían salido dos enormes alas en los ojos, que te permitían volar de espaldas. Claro, qué tonto fui al no imaginarlo antes. Yo nunca te he contado mis sueños, pero en realidad, se parecen a donde tú vives. Hace unas noches, tuve una pesadilla horrible. Soñé que ibas caminando por una carretera nocturna abandonada. Llevabas un impermeable color ladrillo, pero hacía un sol asfixiante, a pesar de que estaba muy oscuro. Era como una lejana farola que sólo iluminaba las mejillas de los transeúntes. Porque no estabas sola. Caminabas junto a un acerado repleto de paradas de autobús. Y allí sólo había ancianos, seres muy muy ancianos, disfrazados extrañamente. Llevaban zapatos deportivos, sudaderas fluorescentes, y pantalones multiculores ¡y unas horribles orejeras de plástico en su cabeza de la que decían oír música! Eran ancianos, mamá, pero estaban realmente locos. Tú tenías miedo, por eso te montaste en el primer autobús que pasó. Dentro del vehículo, rodaban una película. En un antiguo templo, improvisado entre los asientos, sucedía un terrible sacrificio. Una panda de chiquillos desmembraban a un joven orangután, que lloraba desconsolado, gritando a gritos tu nombre. Entonces me desperté. No sé lo que significaba, pero me recordó mucho a aquello que me contaste, sobre tu vida en las cloacas. Aquella vez que presenciaste cómo una procesión de hombres-rata, acudía a un altar en que había un retrete amarilleado, por el que fluía una continua cascada de agua del color del hierro o de la sangre. Otra vez me contaste algo sobre si me gustaban las galletas de chocolate. Qué raro. Sabes perfectamente que soy alérgico. Sí entendí que un gran rey fue durante algunos siglos el consorte de tu reino. ¿Por qué se volvió loco madre, por qué te pusiste tan triste cuando dejó de maullar? Lo que menos entendí fue lo de la familia animal: no me explico cómo un delfín, un león, un cuervo y un gato pueden compartir ducha ¿cómo solucionan el problema de los pelos? Mamá, debes estar confundida porque los animales nunca van a la ducha. Pero me gustó saber que a veces se reúnen para charlar contigo y tocarte alguna canción.
            Sé que no estás del todo mal allí. Siento tanto que tuvieras que marcharte. Pero yo te esperaré siempre, aquí, lavándote de vez en cuando tus calcetines favoritos para que puedas apreciar su color de nuevo. Y por favor, la próxima vez, escríbeme una carta en vez de hacerme llegar a aquel lejano edificio en cuyas paredes debo leer tu vida.  

viernes, 4 de noviembre de 2011

Ojos

            En realidad era tan oscuro que ni siquiera el fantasma de la luz pasada conseguía permanecer agarrado al polvo ancestral que habitaban los rincones de la casa. Desde que en el agujero negro el Sol se había convertido en una lasca de cartón oscura, sus cimientos habían menguado y menguado, hasta tornarse una diminuta montaña de fina arena y clara, enrarecida, su visión, a la luz de las luciérnagas. ¡Fuera! Nunca fue así. Pues sus huesos un día de veras se vistieron de nervios, piel y carne, de vestido de mariposas, de amapolas blancas, de perfumes y diadema. De blanca, siempre, los árboles se vaciaban de hojas ante su camino, el color de las paredes de las calles antiquísimas dejaban caer su luz al suelo, las flores se hacían invierno, los gatos se colgaban desde los balcones, tan solo para observarla. Y aunque ella no lo ignoraba, de algún modo no conocía la manera en que un ser podía quedar maravillado de su blanco y de su piel, prendido del hilo de su esbeltez, de su paso pausado en tanto que también ágil, de sus ojos soñadores. De algún modo no conocía la manera pues se tornaba enrarecida, su visión, a la luz de las personas. ¡Basta! Pero no fue así siempre. Pues sus cuencas un día no contenían dos blancas esferas, sino dos de color anaranjado y pupilas negras, como oro del que se destilan azahares y raíces. Ella contemplaba el mundo, la luna, los soles, las estrellas. Regalaba mariposas a las flores, daba rocío a las piedras del camino, llevaba a las copas de los almendros miel tomada de la misma boca de las larvas de las abejas. E igual que ellas, pensaba en el momento en que llegaría a ser reina. Quiso mirar tanto dentro de ella, y así saber si su piel era una mera cubierta emblanquecida, que escondiera la belleza, o si quizá se tratara de su verdadero rostro aquel que veía, quiso tanto mirar más allá de su carne, que un día despertó con los ojos vueltos, las pupilas envueltas en lo oscuro de su cráneo y bajo los párpados no más que una blanca superficie esclerótica e inexpresiva. Y así olvidó maravillarse del mundo y de encontrar verdades en la savia de los árboles y en los saltos de las aves. Olvidó que pudiera maravillar al mundo. Quizá porque no encontró nada más allá de su piel, quizá porque le aterró lo que halló, quizá porque se mudó para siempre a su alma y dejó sus manos y sus piernas, su pecho y su cabeza al servicio del azar y el devenir mudo. 
            Cuando abandonó las calles, se encerró en la menor habitación de su casa, pues cada vez su existencia se veía más reducida a sí misma. Y cada vez, escapaba de ella con menor frecuencia. No se alimentaba, dejó de hablar, de escuchar, y de acariciar las paredes. Y luego llegó el día en que quedó sola, en aquella habitación. Luego comenzó a perder la carne, la piel y los nervios, que cayeron al suelo y se fundieron con las paredes y el suelo. Sólo conservó los huesos. Los huesos y los ojos. Y mientras cada vez era más polvo y menos esqueleto, los ojos se le escaparon, y se extendieron por la casa. Y a costa de sus cimientos, cada vez más una diminuta montaña de fina arena y clara, los ojos se hicieron más y más, por doquier. Y poco a poco, los ojos fueron invadiendo el hogar. Hasta que llegó el momento en que todo no fue más que un gran ojo, inmenso, infinito. Si no, mira a tu alrededor. Y dime qué eres. 

¿O acaso está tan oscuro que ni siquiera el fantasma de la luz pasada consigue permanecer agarrado al polvo ancestral que habitan los rincones de esta casa?

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Dos palmos debajo del sobaco

Se lavaba cada día, pero nunca se le ocurrió lavarse dos palmos más abajo del sobaco, justo ahí, tenía un punto ciego donde sus manos nunca solían pasar. Como no utilizaba ducha, si no que se lavaba con toallitas, este punto jamás conoció higiene.

Es lo lógico, me diría un forense, años más tarde. Al cuerpo hay que hidratarlo.

Un día, lo descubrió. Lo descubrió porque, por azar, notó que en esa zona del cuerpo había un pequeño bultito, un incómodo granito que asomaba curioso. Al mirar detenidamente esa zona del cuerpo, cayó en la cuenta del abandono en el que estaba, y trató de repararlo, pero ya era demasiado tarde. Cada día, se frotaba con más insistencia. Se frotaba tanto que empezó a arrancarse trozos de piel circundantes, el propio trozo de piel, y también se arrancaba pelos de la cabeza cuando estaba delante de gente, pensaba en el asunto y sin embargo no podía continuar cuidando su pequeño reducto de bacterias.

Estas eran inmunes, porque ya estaban muy adaptadas a vivir en aquel sucio paraíso. No se irían así como así. Cuando, para colmo de males, la piel de su alrededor fue levantada, y ellos comprendieron que auténtico paraíso de nutrientes les esperaba bajo ella, se lanzaron a la conquista de aquel cuerpo vulnerable. Ya nada se podía hacer. Ya estaba todo perdido.

Contempló, por tanto, su derrota en la batalla de su cuerpo, la historia de cómo había tenido un cuerpo y lo había perdido. Conoció bien estos males.

Me dijo: "¿Sabes? Lo único que lamento, en realidad, son todas aquellas noches frotando en silencio, luchando contra la vergüenza de mi dejadez. A pesar de que sabía que era estúpido, una obsesión por la pérdida de mi belleza se apoderó de mí y me llevaba a extremos inconcebibles hasta entonces."

Y estas palabras son, cada día, una pesadilla para mí, ya que yo, en mi infancia, me escondía siempre del haya para evitar las duchas... Y alguna vez, en soledad, me he descubierto a mí mismo frotándome insistentemente, nervioso, preocupado. Asustado. Aterrado.