jueves, 31 de marzo de 2011

Ironías


Era un tipo práctico. Estaba decidido a eliminar de su vida todo lo que no le fuera útil, todo lo que no tuviera utilidad. 

Empezó omitiendo los saludos, pues le parecían superficiales. Luego empezó a comerse las comas y los puntos mientras hablaba, para, instantes después, comerse una breve “s” al final de las palabras. Su parloteo era en un principio confuso, pero ahorraba segundos para decir todo lo que debía decir, y con eso le bastaba. Devoraba con fruición cada exceso del lenguaje. Cada vez tenía menos escrúpulos, y ya no le importaban nada ni las haches ni los acentos; hacía mucho tiempo que había dejado de leer y de escribir, también, y había sobrevivido.

Poco a poco, se le olvidó hablar, y como también hablar consigo mismo era una forma de hacerlo, dejó de pensar.

Luego, se compró una tele, ahora no sé qué ha sido de él…

martes, 29 de marzo de 2011

Mes 7

Cada vez que veo una foto tuya, no sé si reír o llorar. Es una especie de punzada que atraviesa mi día y lo parte en dos; mañana, y dura y fría noche. Si te veo ahí, ¡enterradme sábanas! ¡Sopla, viento! Transportarme a un mundo en que ella y yo aún seamos felices juntos.

lunes, 28 de marzo de 2011

Orgía

Todos se miran, sentados al invisible fuego. Es aún frío y resulta poco acogedor. Circe aún no había desplegado sus encantos para Ulises. Cualquier invitación ahora sería soez, rechazada en el acto. Ella sabía que aún es demasiado pronto.

Con parsimonia, ella dejó que las miradas helasen hasta herirse mientras examinaba a cada uno de los presentes. Muchos eran jóvenes e inexpertos, pero esa noche aprenderían. Ella es araña de miles de telas, teje sus artimañas en la más pura de las sedas, ata a los incautos en blancas, puras, castas redes. Luego,  los seduce y envenena.

Era aquel un lugar de soledad, un lugar de soledad compartida en que todos lanzaban risas nerviosas. El más joven de todos se levantó y, titubeando, empezó a contorsionarse. No era sólo que él aún no había oído hablar de los espantosos hechos que se celebraban en aquella cábala, era un rabioso ímpetu contra la decadencia, contra el hastío.

Así, el primer Ulises despertó de su larga y placentera ensoñación, vio a la maldita hechicera y huyó corriendo de aquella visión terrible, profética, a saber, que en su vida ya no habría vino dulce ni tampoco buena mujer con quien yacer, pues todos los placeres serían por siempre vanos e insípidos, la Flor Roja le había insuflado un deseo de desear tan ardiente como el sol.

El resto permanecieron; la vida sería breve, sería el éxtasis. Todos siguieron contemplando el invisible fuego, mientras Circe no dejaba de encenderse.

domingo, 27 de marzo de 2011

Esquema de una conversación cualquiera

- ¡Hombre, G... !

"Oh, no, aquí viene" pienso para mis adentros.

- ¿Qué tal, hombre? - Dice dando una palmada. No puedo evitar pensar que me está tocando.

- Oye, ¿viste el vídeo que te pasé? - El muy snob. No sé cómo pueden parecerle graciosos los vídeos de gente cayéndose, bueno, sí que lo sé, pero prefiero ignorarlo.  - Era genial, ¿eh? - Empieza a reírse sólo de recordarlo.

- ¿Vas a venir a ... ? - Su plan, sus pareceres, aceptarlos significa mantenerse sumiso. Él es "el lider".

Todo en él me está diciendo "¿Estás conmigo o contra mí?" "¿Eres un rival o eres un súbdito?", y no observo ninguna pizca de humanidad en su rostro o su mirada. Se despide feliz y riéndose.

- ¿Qué hay, G... ?

"Mierda, no he sido lo suficientemente rápido en deslizarme hacia el coche, aquí viene otra... "

martes, 22 de marzo de 2011

Sistemas de referencia

Si yo fuera un copo de nieve, me hastiaría en absoluto los tópicos sobre mí. Puede que seamos diferentes, sí, ¿pero saben ustedes a qué escala? ¿podrían acaso apreciarlo?

A veces las diferencias entres los miles de millones de personas en este mundo son tan inapreciables, que... se vuelven inexistentes.

En el mar de la Humanidad, en los conciertos de música, en los partidos de fútbol, ¿qué diferencia? Sólo pequeños átomos de algo más grande, con unas diferencias mínimas...

Al menos, no somos lanzados por ahí, como vulgares bolas de nieve... Siempre que no consideremos que vamos a una velocidad considerable desde un punto de la galaxia a otro, claro, en una bola de cientos de nosotros.

domingo, 20 de marzo de 2011

La íntima tarea

(Hoy, desde El Cadalso, una historia por parte de un invitado, Álvaro Castilla.)




“No hay forma de impedir que me remuerdas” escribía Evaristo Lúculo en su pequeña, pequeña libreta de paseos. Este joven enamorado recordaba a veces a un adulto adusto encerrado en la juventud caída y la sangre le hervía lo suficiente como para andar toda la noche, o enfriarse con una manta llovida en el portal de ella. Sin embargo siempre había tenido otra cosa en la que pensar. Siempre algo se escoraba hacia lo sombrío, por mucha orina que le salpicara el hombro, o mucho mosquito que le amara sigilosamente en lóbulo él tenía en su chaqueta el objeto en cuestión, haciendo peso, queriendo caerse, como quieren todas las cosas. Así, en la recámara, preparado para huir a la primera señal. Objeto… más bien el concepto en cuestión. Mientras se mordía el pelo largo rizado, amable siempre pero algo graso, jugaba con los dedos en el concepto, casi rozando el interruptor. Aún no sabía si era dorado o simplemente brillaba. Lo había sacado hace poco de la bolsita de piel de lemúrido en la que siempre había estado. Que curiosa situación la de Evaristo Lúculo, si lo supiese la opinión pública.
No todo el mundo tiene la cualidad de parar el tiempo pero todo el mundo lo ha pensado más de una vez en la vida. Siempre pasa por nuestra mente como un tren ajeno, un deseo en el que nadie se empecina demasiado, la mayoría de la gente prefiere volar o gozar de superfuerza, quizá poder extender su miembro viril hasta la longitud que a uno se le antoje. Pero a nuestro joven enamorado la posibilidad de parar el tiempo se la dio un señor desconocido y borracho a los 9 años, cuando aún no estaba enamorado excepto de su madre y los juegos de pelota, y como no había tenido acceso a ningún otro deseo aparentemente irrealizable, se conformaba de buena gana. Sus padres se la habían guardado con mucha cautela, no podía desperdiciarla en cualquier capricho infantil porque sólo gozada de un encendido-apagado, y no era buena idea que el pobre chico desperdiciase una oportunidad única (quizá en toda la historia universal) en saltar un castigo o dar una lección al abusón de turno. Después del apagado el mundo seguiría dando vueltas como de costumbre. Su padre en un principio había imaginado grandes proyectos para que su hijo llevase a cabo, uno de los mejor confeccionados era acabar con el hambre en el mundo con un lento pero constante traslado de riqueza a las áreas más deprimidas. Finalmente comprendió que no podía condenar a su hijo a una eternidad intemporal de viajes en avioneta a la otra punta del mundo. Así el día de la más violenta discusión con el chaval le gritó que lo gastase como mejor le pareciese. Su madre ya no quería oír hablar del chisme (como ella lo llamaba) porque causó discordia casi desde el primer momento que entró en el hogar.
Evaristo Lúculo había meditado y por fin se había decidido; leería todas las obras de la literatura universal. En el momento de escribir su desesperada frase de amor en la pequeña, pequeña libreta de paseo decidió que no merecía mayor dilación el asunto. Estaba preparado para enterrase en libros y volver al mundo como un precoz erudito. Eligió un día al uso, ni nublado ni completamente azul, un martes. Cuando pulsó “el concepto” nada cambió aparentemente, hasta que vio a su madre, que traía un plato caliente a la mesa, completamente congelada. Sonrió y se decidió a entrar en materia. Agarró los primeros libros de Calderón de la Barca, algunas comedias y actos sacramentales y se encerró día y noche en su cuarto acondicionado para la lectura. Un flexo para leer en la cama, otro para leer sentado y finalmente un sombrero con bombilla instalada, para leer de pie.

Así pasaron las primeras semanas, buscaba comida distraídamente, andando en los pasillos de los supermercados con un libro en la mano. Al pasar por al lado de su madre le daba un beso y a veces iba al instituto para hallar mayor ambiente de trabajo (en el pupitre). Pero a la tercera semana se fue sintiendo solo y el silencio espectral hacía que cualquier mínimo pitido de orejas sonase como una grúa dando marcha atrás. Lo peor era la noche, y no hay que olvidar que el joven seguía enamorado hasta las trancas. Se preguntaba por Leticia constantemente, e involuntariamente acabó leyendo novelas de amor en exclusiva. Decidió así visitar el piso la chica, forzando la puerta con una palanca. Necesitaba… necesitaba verla, otra explicación sería vana. De primeras no encontró a nadie en la casa, y tenía cierto miedo a que los ojos parados de la chica le mirasen incriminatoriamente. No, ella nunca se había fijado en Evaristo Lúculo más que en las hormigas que pisaba, pero no era mala, ni demasiado popular para él, simplemente algo distraída. La idea del joven era recostarse con ella un rato, poder abrazarla con la única intención de obtener algo de calor, y luego marcharse preparado para abordar la obra de Joice.

Al no encontrarla en su cuarto (el cuarto que tenía decoración propia de chica púber) abrió las demás puertas. Giró el último pomo y comprendió rápidamente. No tuvo tiempo para evitar la contemplación de la chica acuclillada en el WC, su gesto de esfuerzo, su concentración en la íntima tarea.


sábado, 19 de marzo de 2011

A cuento de Japón

Sin embargo, otro verso que recordó se le atravesó en la mente:
      "Ahora me he convertido en La Muerte, Destructora de Mundos."
Aunque correctamente traducido y más dramáticamente tendría que haber dicho:
      "Yo soy la muerte/ que todo lo consume,/ el verdadero destructor de los mundos"

viernes, 18 de marzo de 2011

domingo, 13 de marzo de 2011

¡Así te maldigan miríadas de insectos, cada una un día diferente! ¡El destino te reserve una larga vida, vacía de sentimientos, gris cual fantasma sin nombre! Mi odio será eterno y mientras vivas, ni siquiera hallarás descanso en el sueño:

DIOS TE DE INTELIGENCIA.

sábado, 5 de marzo de 2011

Una excepción

(Dedicado a miss Fledermaus)


Vivían en un patio, o algo así. Al menos tenía macetas gigantes, macetas con flores gigantes, macetas con cebollas gigantes y con bonsáis gigantes. Y estaba rodeado de cuatro muros blancos. Ellos vivían en el suelo, en las pelusas gigantes y las losas de colores, bueno, de blanco y negro. Se arrastraban con lentitud y esfuerzo por el suelo del patio. Se arrastraban porque no podían levantarse. Cada uno tenía sobre su cuerpo una gran y pesada bota, una gran bota lustrosa con cordones larguísimos, que parecían boas. Algunas eran de cuero, otras eran de piel, o de tela, pero todas espachurraban al que tuvieran debajo, y generalmente la mitad inferior de sus cuerpos estaba completamente destrozada. Los habían pisado ahí a todos, más o menos por la cintura, como quien no quiere matar del todo a un insecto sino sólo hacerle sufrir. Y habían, para colmo de malas intenciones, dejado el zapato ahí y se habían ido.
Ellos se agarraban con las manos al suelo y tiraban de él con fuerza. Así es como se desplazaban, no tenían más remedio. Empujaban las grandes botas por el suelo del patio, con una lentitud pasmosa, y su arrastrarse resonaba como papel de lija.

Se conocían todos, porque se movían con tanto esfuerzo que tenían que descansar cada poco tiempo, y cuando descansaban no tenían nada mejor que ponerse a charlar medio a gritos con el que estuviera más cerca. Y no es que fueran muchos.

La puerta del patio estaba cerrada, encima, así que sólo tenían un pequeño espacio para moverse y vivir, enclaustrado entre altos muros. Nadie recordaba a aquel que les había aplastado contra el suelo, aquel al que pertenecían todas esas pesadas botas, imposibles de levantar, en cuyas suelas habían quedado encajados. Pero eso daba igual, ya que le habían puesto un nombre y le habían supuesto una personalidad, y todos lo odiaban, y ese odio se enseñaba y divulgaba en las escuelas.

Bueno, no todos lo odiaban. Había uno de ellos que amaba a su bota. Había encontrado un rotulador gigante que alguien habría tirado al patio y con mucho esfuerzo y una semana de pesas había conseguido cogerlo y pintarle una carita sonriente con trazo tembloroso. Paseaba mirando y admirando la bota, con la cara vuelta hacia atrás, y cuando la besaba en su boquita pintada parecía que se iba a romper el cuello, y nos consta que alguna vez así fue.
Un día, después de muchos meses saliendo, acordaron hacer el amor. Pero para ello él debía girarse y ponerse de cara a ella, ya que, como todos, el pisotón lo había recibido en la espalda. Tardó horas y tardó días, pero poco a poco se fue girando para poder abrazar a la sucia y apestosa bota. Cuando al fin, en un último esfuerzo, logró girar los últimos centímetros que quedaban para mirarla de frente, se despegó solo. Al tener la mitad inferior del cuerpo pegada ahí abajo y haber retorcido la otra mitad en una vuelta completa su cintura se había estrechado hasta romperse con la contorsión. Pero la parte espachurrada, la mitad inferior de su cuerpo, había quedado debajo de la bota. Murió de mal de amores y de nostalgia unos largos minutos después.


Había otro que no aceptaba la bota. La diferencia con los demás es que con el paso de los años había conseguido convencerse de que la bota no debía existir, que esa situación, alguien aplastado por una bota gigante, era absurda y era imposible que se diera en el mundo. Había cerrado su mente a esa posibilidad, y, por eso, había perdido la sensibilidad de la parte de su cuerpo que estaba en contacto con la bota. Esa parte no existía para él. Entonces se dio cuenta de que había células en su cuerpo que estaban en contacto directo con las células que no debían existir y estaban muertas. Así que fue eliminando sus células, una por una, y la insensibilización se extendió por todo él como un feo cáncer. La última célula que suprimió, rodeada de células que no podían estar ahí, fue de un párpado. Los otros encontraron su cuerpo la mañana siguiente, él no se sabe adónde fue.


Un grupo de ellos estaba todo el rato discutiendo. No lograban ponerse de acuerdo sobre qué tipo de bota apestaba más, las de cuero o las de tela. Los que tenían botas de cuero encima acusaban y discutían con los que tenían botas de tela, y viceversa. En ocasiones incluso llegaban a las manos, pero no llegaban muy lejos por ese camino. Preferían los gritos y los insultos pero, por cierta condescendencia hacia aquellos que también estaban condenados a vivir en el patio, habían aprendido a irse a una esquina a vociferar.

Los demás coincidían en pensar que no se podía llegar a un acuerdo entre ambas partes, porque a sus ojos todas las botas apestaban lo mismo, sólo que apestaban distinto. Pero los que discutían y se exaltaban y se buscaban argumentaciones ingeniosas no podían aceptar eso, y, por supuesto, no podían admitir, siquiera concebir, que fuera su bota la que apestara menos.


Otro decía que no estaba aplastado. Había descubierto una gran sábana blanca y la había colocado, con sumo esfuerzo, encima de la bota, así que se veía que tenía algo enorme sobre él, pero no exactamente qué. El fingía no tener nada encima cuando estaba delante de los demás. Iba por ahí diciendo que se había liberado de la opresión, y diciendo


"si hasta yo he podido hacerlo tú también puedes. ¿Ves lo fácil que es?"

y tenía las manos ensangrentadas de moverse tan rápido, porque le gustaba ser más veloz que ningún otro, y siempre que tenía alguien cerca desplazándose se ponía a su lado y lo adelantaba.


Los niños se reían de él, bueno, los que no tenían la caja torácica aplastada, y los adultos simplemente se resignaban y negaban con la cabeza. A veces dejaba un reguero de sangre a su paso, de tanto esforzarse en ser el más raudo, y podía seguírsele como a un caracol grandote.
Pero nadie lo hacía, porque el hueco entre dos macetas que era su casa estaba en penumbra y él recibía a las visitas irguiéndose de forma rara, y se escuchaban huesos crujir.