miércoles, 28 de julio de 2010

Agujas

Cuatro agujas apuntaban directamente a mi antebrazo. Estaban colocadas de tal manera que al avanzar desgarraran la piel, penetraran en la carne, producieran un dolor intenso. Todo a mi alrededor era fuego, mi cuerpo empezaba a fundirse con él, mi agua se transformaba en sudor, pero la ira permanecía, agazapada.

Y entonces un movimiento enérgico hacia delante fue la liberación de aquella horrorosa presa a la que me veía sometido. Las agujas penetraron en la articulación y sentí que mi brazo explotaba desde el codo, que primero se desgarraba para más tarde simplemente abultarse de manera grotesca y reventar en aquel mar de fuego, pero mi puño seguía hacia delante y el dolor era demasiado intenso para ir más allá, para ver qué pasaría después de aquel movimiento desgarrador, de aquella demostración de ira, de aquella liberación funesta y eterna.

Parpadeé. Sólo había sido una breve visión. El sueño vendría más tarde.

martes, 27 de julio de 2010

Otro paseo.

Cuando ella salió de la caja se encontró en medio de un paisaje normal, bastante plácido, que podría haber resultado casi acogedor de no ser porque estaba teñido por alienígenas, o eso fue lo primero que se le vino a la cabeza.

Y, en efecto, lo primero en que no pudo evitar fijarse es que no conocía los colores. No lo entendía, era como si estuvieran lejos, tras un velo. Un sol gélido alumbraba sobre todas las cosas unas tonalidades que nunca había visto antes, cuyos nombres desconocía y que no tenían nada que ver con las que recordaba, aunque pudo comprobar que a ratos sí se aproximaban a colores más cercanos, para volver a sumirse en otra marejada de gamas extrañas.

Su primera impresión fue, pues, una suerte de pavorosa sorpresa, rodeada como estaba de pigmentos incomprensibles, aunque quizás todo se debiera a su vista, largo tiempo atrofiada dentro de la caja. Empezó a pasear, cada vez más temerosa de quedarse quieta.

Además de estar impregnadas de colores ignotos, las cosas, los objetos que veía, parecían alterados. Fue mirando a su vera mientras andaba por un pequeño sendero, y no pudo evitar ver cómo un reloj alto parecía estar cabizbajo, cómo los árboles se doblaban de forma poco natural, apoyándose los unos en los otros, apesadumbrados, cómo los bancos a ambos lados del camino parecían aullar desde lo más profundo de la piedra. Era como si todo estuviera sumido en una honda tristeza, o eso pensó ella. No sentía el más leve viento, ni veía nada moverse, salvo unas sombras en el cielo que sospechó que eran pájaros.

Mientras iba mirando todas estas cosas iba intentando decirse para sí misma los nombres por los que las llamaba en su día. Pero no le salía ninguno. Los tenía siempre en la punta de la lengua, pero nunca lograba acordarse del todo. Fue entonces cuando, tras un breve repaso mental, se dio cuenta de que, en efecto, no recordaba los Nombres. Ningún nombre de ninguna cosa. Ella sabía que todo lo que estaba viendo, el reloj, los árboles, los montículos, lo había visto, con otras formas y en otros lugares, antes, pero no recordaba cómo los había llamado entonces. Esto le hizo sentirse una suerte de intrusa, y medró en su interior una quemazón que parecía decirle que nada de lo que viera podía ser jamás suyo, o que al menos ella no podría considerarlo como tal, porque no podría nombrarlo y, por ende, poseerlo, ni tener ningún vínculo con ninguna cosa.

Se sintió como si estuviera en el centro de un abismo, un abismo surcado por infinitas brumas, y como si todo estuviera tras ellas, y se le presentase distorsionado, inefable, extravagante y abatido, y sentía que su alma estaría eternamente compungida por ello.

Y ella pensó entonces, pensó sin palabras, que no tenía otra cosa que hacer que seguir andando, sin perspectiva alguna de parar o de encontrar un sitio en el que establecerse, caminando para siempre.

Porque aun eso, por supuesto, era mil veces mejor que volver a la caja, todo era mejor que volver a la caja, cualquier cosa, y se iba diciendo esto una y otra vez mientras andaba descalza sobre la hierba húmeda del rocío, entre las lápidas.

lunes, 26 de julio de 2010

Cuentos del medievo III

Él seguía sin entenderlo. A pesar de que todos habían deseado que se perpetrara aquel asesinato, se hallaba estúpidamente condenado a la horca por haberlo cometido. Todos habían deseado la muerte del maldito tirano, y aún así ahora se sorprendían:

¡Monstruo, monstruo! lo llamaban.


Él no lo había entendido desde el principio; ellos querían "muerte", no "la muerte" de alguien en concreto. Ahora gritaban y esta vez, el caprichoso destino le había puesto en sus zarpas...

domingo, 25 de julio de 2010

Cuentos del medievo II

Él seguía sin entenderlo. A pesar de que todos habían deseado que se perpetrara aquel asesinato, se hallaba estúpidamente condenado a la horca por haberlo cometido. Todos habían deseado la muerte del maldito tirano, y aún así ahora se sorprendían:

"¡Monstruo, monstruo!" lo llamaban.

Él seguía sin entenderlo; no monstruo, no, sólo podía ser héroe en cuanto al coraje que hacía falta para ir más allá de las palabras.

viernes, 23 de julio de 2010

De la ventaja de podar flores

(A la experiencia)


De repente, un boquete. En la pared blindada, a mi izquierda, en el muro de medio metro de espesor, el acero se encuentra agujereado. Una emoción intensa que me recorre de pies a cabeza cuando pego mi cara peluda al frío acero. Contemplo un paisaje desolado, la desolación más terrible, la desolación propia de la guerra. La tierra árida y las nubes de sangre que se unen en el aire de un horizonte de horror ilimitado.
Tal y como nos la han contado, y como nos la hemos imaginado, y como la hemos estudiado, y como puebla nuestros sueños angustiosos.

Aparto la cabeza de la pared, y se me nota que estoy nervioso, no puedo ocultarlo: sudo por todo mi pequeño cuerpo peludo y mis dedos tamborilean sobre la sucia madera de la mesa insistentemente.
Pasa un rato, intento no obsesionarme con ello, pero acabo irremediablemente pegando el rostro a la pared. De nuevo la vista infame por la mirilla enana, pero hay algo que me choca repentinamente. Quietud, no se oyen las explosiones, no hay nubes negras de balas, ni trincheras, ni disparos, ni muertos ni bombas.
Pretendo disimular al organizar mis pensamientos, mirando fijamente al fondo de la habitación. El profesor pasa, tijeras en mano, por entre las mesas garabateadas con grabados y dibujos.
Es hora de cortar el pelo. Cada alumno contempla cómo el vello de todas las partes visibles de su cuerpo va cayendo en un cubo, junto con los pelos de los otros, cortados de las manos, la cara, los brazos. Frecuentemente un corte desafortunado resulta doloroso, entonces el profesor se entretiene más con el alumno, sonríe de forma extraña, lo calma, seca, consuela y anima. Después de todo esto se llevan los cubos repletos de pilosidades metidos en cajas de madera, esas cajas no se vuelven a ver.

Y es que todo está muy organizado aquí, en el búnker. La pared blindada de acero que lo rodea se va deteriorando continuamente, así que debe ser reparada trabajosamente cada cierto tiempo. Los que han vuelto de la desastrosa guerra organizan, secuencian, decoran, arreglan todo lo concerniente al búnker aislado, o bien se dedican a impartir la docencia a aquellos que al cumplir la mayoría de edad seguirán sus pasos, yendo a los campos de batalla, luchando heroicamente, siendo luego veteranos reconocidos por su descomunal labor. Y cuando tras unos cuantos años volvamos podremos dedicarnos al ocio, a las infraestructuras del búnker o la docencia, y seremos más maduros, habremos perdido de una vez el infecto pelo que en este momento cubre todo nuestro cuerpo, caminaremos más erguidos, y no como andamos ahora, casi arrastrándonos... Seremos más sensatos también tras la exposición a las ignominias sin fin que tienen lugar en los páramos y llanuras de la muerte.


Contemplaba el quehacer rutinario de las tijeras sangrantes, y cuando el profesor de tez pálida se dio la vuelta volví a mirar por el inadvertido agujerito.

Ahora se podía contemplar el sol, un sol de justicia, allá en lo alto, a muchísimos metros del suelo. Como una pupila roja y descomunal que semejase poseer luz propia. Nunca había contemplado más fuente de luz que las pequeñas bombillas presentes en las estancias del búnker, y eso me sorprendió. La luz irradiada parecía ser extrañamente rojiza, y cubría todos los desechos, la inmundicia, la escoria y la tierra pútrida. Al principio los mismos ojos me dolieron, tal era la luminosidad de ese cielo ahora sin nubes.

Noté una presencia a mi lado. El profesor se había acercado empuñando las tijeras. Alargué al brazo, y vi cómo los mechones marrones caían en el fondo del cubo de acero. Cuando, al acabar, se dio la vuelta y salió por la puerta para entregar el último cubo -pues ya estábamos todos pelados- no pude de nuevo reprimir mis sudorosas ansias de ver qué pasaba allí fuera.
Sobre la llanura desolada e ilimitadamente destruida, y bajo el enfermizo rojizo resplandor del astro se hallaban, como cobijados por los tenebrosos haces de luz irradiados, un grupo de seres sin pelo, pero que en lugar de andar erguidos como orgullosamente habíamos visto a nuestros padres y conocidos se arrastraban vilmente a cuatro patas, gruñendo en un lenguaje incomprensible, manchándose despreocupadamente de suciedad impura, y peleándose por algo que extrañamente parecían ser los restos mutilados de uno como nosotros, peludo y anormalmente delgado; a lo lejos, muy lejos en el horizonte, me pareció ver por primera vez árboles y campos.

jueves, 22 de julio de 2010

Consideración encadenada o encadenante

"Ah, los vientos vacíos, ah, la brisa matutina, ah, los tiempos de ahora. Ahora nunca podré abrazarte, Michelle. Michelle, tu vida se esfuma entre mis dedos con la misma facilidad en que se deshace la colilla de un cigarro puro, qué tristeza, qué amarga. Amarga saber tu impasibilidad ante la muerte y ante lo trascendente, tu mirada distante cuando ya se iba, ya se iba todo. Todo lo que pudiera habernos pasado ya es pasto de enyalpas, todo es nada, ah."

Y el Viento, regocijándose en su crueldad, cortó las últimas palabras del viajero: "¡Silencio, maldito cliché!"

miércoles, 21 de julio de 2010

<< El prudente no aspira al placer, si no a la ausencia de dolor >>

(Aristóteles, Etica a Nicómaco)

martes, 20 de julio de 2010

Más felices

Habríamos sido más felices si quizá, en algún momento de nuestra tortuosa relación, yo te hubiera confesado lo único que quería de tí.

Creo que supe desde el primer momento en el que te vi que ya te tenía reservada esta suerte de desgracias en que se ha ido convirtiendo nuestra relación. Tú me mirabas y yo veía en esos ojos amor, y por dentro yo pensaba qué diablos, voy a dárselo todo, voy a hacerlo posible. Pero no podía y sencillamente estaba mirando a otro lado, esperando que tus vanas esperanzas se disolvieran pronto. También puede que lo supiera en aquel momento en el que me abrazaste, hasta arriba de cariño, y rompiste el hielo después de la tormenta. Sí, puede que fuera ahí cuando todo se arruinó. A veces me pregunto cómo pudiste no saberlo, si todo estaba ahí ya desde el principio.

Estoy seguro de que había un momento, o un lugar, entre las lilas y las rosas, para decirte la única y aplastante verdad.

Pero no lo hice, y aún me sabe mal abrir la nevera para encontrarme contigo.

lunes, 19 de julio de 2010

Gehenna - The Shivering Voice Of The Ghost

Una vez más os obsequio, en este ciclo de Tonadillas Pastoriles. Ahí va una que me gusta mucho.


Ha caminado conmigo de rato en rato desde que el Caballero Esq. (actualmente muerto o desaparecido, ya que no comenta) me la recomendó, junto con el consejo de usar el sistema de descarga directa en vez de los videos porno encubiertos de e-mule (lastimoso ejemplo de que no nacemos sabiendo).



A los pacatos a los que les disgustan los gañotes espectrales y la petulancia del black metal he de confesarles que es uno de esos géneros en los que te adentras con cierta ordenada progresión, y que la ronda comienza por lo general con los exponentes más plácidos, la rompiente melodiosa, para luego ir adentrándote pasito a pasito en la abisal negrura, cada vez más cruenta. Cuanto antes mejor, te percatas de que el mínimo cerebro y talento (y no se me encomienden a Baphomet por estas crudas palabras) se encontraba sólo en los iniciales teclados y el rollo Ambient, que, entre otros, epitomiza Gehenna.

Su nombre proviene de un sitio de Jerusalén que ha sido documentado por Los Rebaños como la entrada geográfica a los Infiernos.

(Pensé durante un tiempo, no obstante, que decían "coast" en vez de "ghost" y, por tanto, la incesante frase del estribillo me evocaba romanticismos misteriosos. En fin, tampoco pidamos demasiado.)





domingo, 18 de julio de 2010

Chefchaouen (2º día desde la partida)

Doquier diriges la mirada, los oídos, los dedos, lo místico, lo asceta, la fe, se sienten en el viento, en las paredes, en los rostros en forma de pasión austera, sincera, encarnada, poco acostumbrada de nuestra tierra de bombo, plato y boquilla. Zarandean la conciencia, despojan de la piel de lo superfluo los ojos occidentales que, renegando de la modernidad, hastiados de la insípida existencia mecánica, han partido y enclavado sus almas en este lugar, en la serenidad catártica de los Montes Atlas; y ahora contemplan los turistas, con sus cámaras, sus mochilas y sus aficiones insignificantes como perennes niños ignorantes del verdadero significado de la existencia.

En una cultura muy sujeta a la cadencia (donde el hijo de cabreros será padre de cabreros) la mano de Occidente que ofrece a los jóvenes oportunidades para poder escapar a un sino se picos y palas en las zanjas de la frontera está callada y latente (una realidad cuya perpetuidad no parece alarmarnos). Sin embargo es voraz su garra junto a los tenderetes de ventas de alfombras y forja, donde descansa un muro blanco y añil en que cuelgan decenas de camisetas de equipos de fútbol europeos; a la sombra de los pórticos de las mezquitas donde toma un imán la sombra, calzando un par de adidas; o en una roca junto al camino polvoriento hacia Brikcha, donde un anciano ermitaño disfruta bajo un alcornoque de su coca-cola en lata.

La calidez, la gratitud y el hospedaje aguardan en la puerta de cada hogar, y un gesto amable corona cada esquina y cada terraza. El color de las paredes, las piedras de la calzada, los senos del sendero, los frescos rincones y las escaleras tortuosas que conducen sin fin a nuevas casas, nuevas rutas, nuevos escondites, mágicos, resplandecientes... todo emana fulgores de empatía, sosiego, acogimiento.

Sólo una excelencia aquí es vedada: la del cabello color noche, tejido como violentas olas; la de la piel tostada color miel; la de las formas como las dunas, salvoconducto del frenesí y la vida... Ocultos bajo el perturbador velo de obstinado dogma. Aun así bastan los ojos como almendras inmensas pintadas de la noche más abisal, para mostrar, a su través, todo cuanto cabello piel y formas esconden.


jueves, 15 de julio de 2010

Adentrémonos en el apasionante ciclo vital de la podre.

Un día el mortificado Jimmy se levantó con un pequeño dolor en la cabeza. Al llevarse la mano al lugar donde le dolía, entre pelos de octogenario y piel arrugada encontró la forma de un bulto. No era un bulto en sí, no sobresalía, pero notó algo duro y extraño. Y pequeño, azares benévolos. Casi se olvidó del bulto cuando iba al trabajo, pues su papel lo exigía: el ser el más joven de la oficina y tener un puesto como el suyo era algo impensado y que debía ocuparle toda su concentración y esfuerzo. Pero a la hora de comer le sucedió un incidente que le hizo recordar por mucho tiempo la minúscula protuberancia. Y es que comenzó a dolerle la cabeza contemplando una taza de café, en la hora de comer, y todo comenzó a darle vueltas y todo giraba y giraba y el café hablaba y se imaginó por unos instantes con un terrible árbol surgiendo contra el cielo desde su cabeza, y pesaba muchísimo y todos huían y él al intentar seguirlos destrozaba el edificio, y ellos cortaron unas ramas, contaron las anillas y vieron que el roble era centenario, y que, por tanto, él no debía por su edad trabajar allí y le rebajaron el sueldo y todos se reían de cómo intentaba mantener el equilibrio con eso encima y todo giraba y giraba en espiral…hasta que la alucinación fue pasando y siendo sustituida por el aséptico blanco del a oficina.

Esa noche tuvo un sueño tumultuoso y al despertarse la mañana siguiente el bulto seguía ahí, igual en todo excepto en que dolía más. Y se llevó todo el día deambulando de un lado para otro, cansado y desgraciado, con un bloqueo intelectual que le impedía trabajar en condiciones, aunque fingió hacerlo, y por lo que sabemos, la farsa salió bien.

En cuanto llegó a casa lo primero que mecánicamente hizo fue contemplarse en el espejo del cuarto de baño, ojos vidriosos fijos durante horas en aquel bulto infernal, y acabó por caer en un trance de embotamiento tal que empezó a chorrear una baba viscosa por su boca durante horas, con unos ojos vacíos que miraban allí donde, de momento, no había nada.
Y esa misma noche soñó con que se follaba regularmente a la chica que amaba pero ella le comenzó a poner los cuernos, cuernos que fueron creciendo hasta alcanzar los dos metros, y acabó por sacarle el ojo a su madre con uno de ellos (que, por cierto, se movían como si tuvieran articulaciones).

A la mañana siguiente sí era claro, aunque imperceptible casi, que algo había aumentado. Y su dolor de cabeza había crecido de forma geométrica. Se miró al espejo y se vio dentro de una jaula gris, en medio del desierto. Y no pensó en casi nada durante todo el día, estaba absolutamente ausente y su dolor de cabeza era de proporciones bíblicas, a cada dos segundos llevándose el dedo a las arrugas de su frente y tanteando, con una mezcla de terror y amor, aquel extraño suceso que le había ocurrido la desgracia de acaecerle a él.

Al llegar a su casa y mirarse en el espejo le dio la impresión de ver que había crecido en el bultito y sus alrededores una sutil hierba.



Cuando se despertó se percató de que el bulto ya no era de un tamaño normal, era ligeramente grande, y, por ende, cien veces más preocupante. Y sí, eso que parecía una fina capa verde envolviéndolo era definitivamente hierba, y entonces cayó en la mayor de las locuras y pidió el día libre en el trabajo “por asuntos personales”. Se sentó en el sofá a ver la tele, pero en vez de dirigir su mirada al tenue resplandor de la caja tenía los ojos cerrados, envuelto en penumbra se tocaba la hierba con cariño, casi podríamos decir, y sentía su tacto maravilloso en los dedos y pasaba el dedo para arriba, para abajo, para arriba, para abajo, para arriba, y eso lo llevó haciendo en una suerte de éxtasis lechoso durante un tiempo largo e indefinido, maravillado y sonriente como un imbécil.

Luego se decidió a comer algo, no era consciente de la hora, y había bajado todas las persianas y tenía las luces apagadas, pues desconfiaba de que alguno de sus múltiples enemigos en el trabajo se pasara a echarle un vistazo para ver el motivo de la inusual falta, y se lo encontrase en ese estado terrible del cual ahora, más que no querer salir, que también, pero su principal objetivo era ver a qué llevaba todo esto.


Al día siguiente se despertó porque no podía dormir bien, y estaba claro: el bulto parecía una pequeña nuez pegada a su cabeza, algo espantoso y desagradable. Él, previsor, llamó y pidió la baja por al menos una semana, y en el trabajo todos, al saberlo, más tarde o más temprano, en sus oficinas se frotaron las manos y sonrieron, algunos con menor disimulo que otros.

Ya no podía estar tumbado, y sentarse lo debía hacer con mucho cuidado, pues al más mínimo roce sentía torturas indescriptibles.

Cuando llegó la hora de dormir, se vio en un aprieto, pues estaba convencido de que no podría descansar en condiciones si lo hacía tumbado. Se enfadó sin encontrar ninguna solución positiva, pensó en cortarse, ahora que podía, pues todo indicaba que crecería más y más, el maldito bulto, pero el simple pensar en el dolor que sentiría le hicieron tirar al suelo impotente las tijeras de podar.

Intentó dormir sentado en una esquina, la casa estaba oscura y la tenía frente a él como un mar negro inmenso, y nunca pensó en terribles criaturas fantasmagóricas y en fuerzas espectrales que surgieran de las olas de ese mar mientras estaba en su cómoda cama, con una cabeza de una forma y tamaño normales, pero ahora sentía miedo, y entre la angustia por su devenir y esto y quizás el terrible dolor de cabeza no pegó ojo en toda la noche, y embotado y dolorido se toqueteaba la suave y verde colina de prados bañados por el rocío, intentando percibir su crecimiento, mas siempre le parecía que estuviera igual.


A la mañana siguiente le dolían todos los huesos. Todos los huesos. Todos los huesos, y se encontraba flaco y apático, pues le daba la impresión de que el bulto le parasitaba y recibía gran parte de su energía, y que él debería de comer el doble, pero siempre se hallaba desganado y no comía ya desde hacía dos días ni siquiera para alimentar al bulto sólo.

Y al mirarse al espejo no le sorprendió que pareciera una nariz gorda y más grande que la otra en medio de su frente arrugada y sucia. Y se encontró monstruoso y lloró, el que había sido en su día el niño más bonito de su clase y de su colegio y de su mamá ahora lloraba por ser un engendro, pero es que, además, para agravar el asunto, resulta que no sólo era horrible por el bulto, su cara, tras días sin bañarse y casi sin dormir, aparecía deforme y sucia, con unas terribles ojeras.
Entonces sólo se le ocurrió pensar que si el bulto seguía creciendo sin límite ocuparía en su momento todo el universo y más, es más, visto su rapidísimo engrandecimiento, en muy poco tiempo sería enormemente grande, y que entonces se desprendería de él de alguna manera y empezaría a pasear por las colinas cubiertas de hierba verde, respirando el aire puro.

“Porque no existe cosa más desagradable que un bulto anormal y deforme en la cara de alguien, más si está absolutamente cubierto de una capa verde repulsiva” le había dicho en su día su abuelito y ahora se lo repetía una y otra vez el pazguato Jimmy y se martirizaba, y entonces cayó en la cuenta de que podía muy bien ser cáncer, o algo extraño, quizás su explicación estaba más cerca de los límites de la ciencia que de lo sobrenatural.

Estuvo pensando en esto varias horas, y se puso nervioso y empezó a golpearse en la cabeza, mas el dolor era terrible y hubo de parar enseguida, y entonces, con la mano sangrando, cayó en la cuenta de que debía de ir a ver a un médico.

Tuvo que bañarse, pues ya olía mal, el repiqueteo de las gotas como notas musicales en el bulto le dolían como mil flechas y el agua pronto comenzó a volverse roja, de la sangre reseca y negra en parte de la suciedad que llevaba encima.

Luego se puso un traje limpio, un sombrero, y salió a la calle.

Y era de noche, o eso parecía, lo cual no cuadraba con su imagen mental, pues creía haberse despertado hacía relativamente poco.

Y en las calles sólo encontró perros y farolas, y cubos de basura, y sólo se cruzó con un par de personas, y al llegar a la consulta del médico, luminosa en la noche, pues abría las veinticuatro horas del día, tiró de la puerta de cristal y entró.

Allí estaban sentadas diversas personas, que al entrar él le interrogaron con la mirada, y le preguntaron sin palabras por su vida y qué lo había traído aquí. Estaban sentados en sillas de plástico un viejo, un hombre con un saco en la cabeza, una pareja que se miraba con vergüenza, sobre las que él fantaseó qué les había podido traer allí, un niño sólo y con expresión ausente, y un hombre con un sombrero como él, mirada esquiva y un inusualísimo parecido con él.
El se sentó y se sumió en la tristeza, hasta que escuchó por un cutre altavoz “¡siguiente!” y miró a su alrededor y estaba sólo, y entró en la sala donde la aguardaba un médico gordo e impaciente.

El médico miró con repugnancia hacia él, desde su sitio lleno de mierda su repugnancia no disminuyó cuando vio el bulto. Desde su baja silla parecía un vigía que espiaba a las personas desde dentro y abajo, arañando donde más dolía. Cuando él le contó la historia del bulto parecío sentirse incómodo y restregó el trasero contra la silla buscando una posición confortable, cuando acabó de relatarla se encontraba dormido sobre el costado, y a él le pareció insospechadamente adorable y sólo tuvo voluntad para ocuparse en arroparlo, y le dio un besito en su frente como a un enorme bebé ignorante.

La sala de espera estaba vacía.

Salió a un callejón más oscuro y sucio que el que había visto su entrada al médico, y entre la negrura una sombra se alejó hacia la salida del callejón, y al salir a la avenida llena de farolas contemplaba a aquel hombre del sombrero en la sala de espera, que andaba unos pasos por delante suya.

Aquel inusualísimo parecido ocupó su mente los días posteriores, y soñó con él y el hombre de la clínica, uno de los dos con cuchillo de carnicero. Los sueños disparatados se incrementaron, y el bulto parecía ya un melón grandote. Sus pensamientos se vieron monstruosamente dominados por una misma terca y fija idea: el hombre de la clínica, el del sombrero, rondaba la casa. Creía ver su figura por las ventanas, y pensó que, ya que se parecían tanto, él le había contagiado el bulto, y ahora era libre y se deleitaba en contemplar qué le había pasado. O quizás simplemente le pareció curioso y lo siguió, y ahora se deleitaba en ver cómo avanzaba su caso. Un olor a palomitas invadía a rachas el aire de la casa, y predominaba con respecto a los otros olores nauseabundos. Pues ahora el bulto había empezado a expeler y a estar rodeado de un aire viciado e irrespirable. Ni siquiera su propia nariz se acostumbró pronto.

El sombrero con el tiempo fue insuficiente para tapar la aberración, y acabó poniéndoselo en el bulto, al principio a título de curiosidad, luego para reforzarse a sí mismo la apariencia que presentaba de tener dos cabezas, una surgiendo de la otra. No se atrevió a iniciar ninguna conversación con su otra cabeza, pues temía cualquier cosa.

En estos últimos meses se movía cada vez menos, y no por su pesadez cefálica, a la cual se acostumbraba a medida que le crecía aquello. No, más bien era porque se sentía falto de fuerzas, no obstante comía muchísimo (quizás para alimentar a dos personas). Pero cada vez se llevaba más horas seguidos en el mismo rincón, sin apenas pensar en nada, la mirada bizca. No tenía ganas de otra cosa. Y las horas se convirtieron en días. Y los días pasaron.


Si un tiempo más tarde uno hubiera deseado pasarse por la casa del pequeño Jim, y hubiera burlado las cortinas, ya permanentemente echadas desde hacía mucho, hubiera contemplado cómo había avanzado su insalubre estado. En ese momento, la superficie del bulto había pasado de ser ligeramente rugosa a presentar protuberancias enormes, de casi un mentro, por toda su superficie, como dedos saliendo de su piel. El cuerpo de Jim era otra de esas protuberancias. Colgaba en el aire como una concreción cancerosa y terrible más de una grandísima esfera con vello verde. Dudamos de que pensara ya siquiera. Pero, a cambio, a veces parecía mirar con cierta satisfacción imbécil la conexión que tenía con el bulto. Pues, ciertamente, cada vez el perímetro de contacto con la enorme esfera que ocupaba toda la habitación cuadrada era menor. Con los meses fue disminuyendo más aún, hasta parecer un resistente hilo, un nervio. No consideraba cortárselo ya, pues se presentía inminente la separación.


Un día de tantos, el viento lo despertó. Se incorporó, y sus manos acariciaron la suave hierba sobre la que había reposado. Un pájaro cantaba desde alguna rama. Un ciprés estaba recortado a las estrellas.

No entendía dónde estaba, y no recordaba lo pasado en días anteriores. En ese momento, casi instintivamente, en un amago de peinarse y quedar coqueto, se llevó la mano a la cabeza. No había bulto. Había una especie de hendidura muy leve, o quizás fueran imaginaciones suyas. Comenzó a pasear por el prado. Aquí y allá, el terreno se ondulaba suavemente, y los árboles llenos de frutos invitaban a bailar. La hierba era de un verde fulgente, y él se sintió de repente feliz, y empezó a bailar. Bailó y bailó, y gritaba canciones infantiles. Cuando quiso darse cuenta de dónde había parado, se encontró con que había vuelto al sitio en el que se despertase, con el ciprés en su misma posición sombría. Corrió presuroso a investigar los secretos de aquel lugar, dando saltos, y por el camino cogió un par de frutos de un árbol, antes de perderse en aquel bosque que se alzaba sobre la verde hierba.


Pocos se dieron cuenta de que esa noche la Tierra tenía dos satélites.

martes, 13 de julio de 2010

A ratos...

Hemos venido aquí para matar por un ideal, que a ratos sabe dulce y otros sabe a sal. Ha guiado y guía nuestras vidas hacia la mejor vida posible. Hemos venido decenas, cientos, miles, ordenados todos iguales, seccionados cuidadosamente, elegidos para representar nuestro ideal, que sabe más dulce cuantas más victorias a nuestro paso. Detrás nuestro, los pueblos han probado ya su sal, la sal del hierro y del polvo de la tierra, pero pronto aprenderán a encontrar el dulce en esta nuestra vida, tan salada y dulce a la vez. Allá vamos. Mientras volvemos con las familias, cargados de regalos exóticos, qué tan dulce, tan dulce, tan dulce. Mientras volvemos a sentir el calor de nuestra mujer, qué tan dulce, tan dulce, tan dulce nuestro ideal. Mientras dormimos, despreocupados por los espíritus que han probado la sal, qué dulce, sí, qué dulce nuestro ideal. Cuando nos estés juzgando, quizá sepa dulce o quizás sepa a sal. Cuando estés encima de nuestros cráneos, doscientos años después de que ellos vinieran, entonces ya no habrá dulce, lo siento, más sabrá a sal que otra cosa.

lunes, 12 de julio de 2010

Desde Londres I

Aunque mi cuerpo se empeñe en creer que cuando abra los ojos veré mi escritorio de siempre, con su encantador desorden de lápices, garabatos en papel y recortes, lo cierto es que amanezco un día más a miles de kilómetros de todo eso, en la metrópolis capital, capital británica, cuna del capitalismo y la civilización moderna y también de todo lo underground. Pese a las divergencias culturales, las montañas y los mares que nos separan, es el mismo sol el que nos despierta cada amanecer. Es el mismo cielo sin estrellas.

Aquí, los días se van derritiendo entre mis dedos y se desvanecen, como la niebla de incienso se diluye en el viento. Hace una semana que llegué y siento como si llevara toda mi vida, pero asustado por el vertiginoso compás del tiempo.

La primera sorpresa me la llevé el primer día, justo cuando me bajé del metro que me había traído hasta mi nuevo barrio. Cogí mi plano, y me eché a andar en busca de mi hogar y cuando levanté la vista, descubrí que no me encontraba en el típico barrio inglés. Estaba rodeado de fragancias extravagantes, de puestos de ropa colorida, de rostros morenos y de puntos de pintura en la frente. Alperton es el barrio hindú de la ciudad. Estoy hospedado en la casa de una familia en la que confluyen la tradición hindú, la religión musulmana y la influencia inexorable de la cultura occidental cristiana. En realidad, es lo mejor que me podría haber pasado. Todo es fascinante...

domingo, 11 de julio de 2010

A los cansados

"Dos pecados capitales existen en el hombre, de los cuales se engendran todos los demás: impaciencia e indolencia. A causa de la impaciencia lo expulsaron del paraíso, por la indolencia no regresa."

Franz Kafka

sábado, 10 de julio de 2010

Cuentos del medievo/oficina

Hace ya algún tiempo, apenas unos cuantos siglos, Äbel, el caballero de la blanca armadura, que era todo bondad y todo sonrisas aun en las situaciones más difíciles, se encontró despedido al levantarse.

Äbel no alcanzaba a ver cual podía ser la causa de su despido; había hecho mucho más que cualquier ciudadano de a pie, había encarnado la lucha contra el mal, contra toda mentira y toda acción perniciosa. Y si bien hacía todo lo que podía para tratar de arreglar aquello que pudiera haber hecho mal, no podemos culparle de su ignorancia en estos temas, ya que la razón sería descubierta sólo varios siglos más tarde.

Era obvio que todo se trataba de un problema de perspectiva histórica; ahora Äbel era el mal, y los villanos adalides de la ética por la que se lo acababa de juzgar.

viernes, 9 de julio de 2010

Del extravagante autoaborrecimiento mórbido

Ahora llegaba otro sonido. Ruido, además de los graznidos. La madera de las ruedas contra el limo del camino. El girar de una pareja de ruedas desgastadas y un latido. Después otro. Flemático, un corazón titánico palpitaba sobre alguna suerte de carruaje. Allí encima recorría el sendero, como devorado poco a poco por su propio volumen inmensurable, alimentado de la pasión por sí mismo, en un proceso de angustia sosegada. Aquel órgano hipertrofiado observaba soberbio el infausto paraje circundante, como un soberano decadente; y sus ojos y sus fauces, distorsionados, se enfrentaban con faz placentera a todo cuanto contemplaba mientras era porteado en aquel decrépito y ruidoso trono portátil. Antaño fue una carroza, de esbeltez ya raída, de sordidez hace años ausente, desdibujada, y vestida de colores ahora desgastados. Lo fue porque su habitante, con el tiempo, la resquebrajó hasta dejarla sin techo ni paredes, y silenciando con su masa el quejido que los asientos de rojo cuero proferían al soportar el peso de las posaderas ajenas. Quizá la carroza más elegante de Valledendro, tallada en madera de nogal negro, de la que luego no resistirían más que las ruedas y el suelo, residencia de un voraz buprespido asedentariado, hortelano de hongos de la pudrición.

Y cargándolo, ni bueyes ni corceles: un ser enteco, alto pero débil, frágil como una caña, de reojo atisbando, a cada paso, al corazón titánico, como temeroso, quizá esperando alguna reacción impredecible por parte de su amo. Aquel ser escuálido coronaba su palidez enfermiza con un sombrero de copa grande y negro, y vestía su flaqueza con un traje elegante y distinguido, polvoriento sí, quizá colorido en otro lugar, pero no bajo las sombreas de los árboles de Páramo Parenquimatoso, donde todo era gris.

jueves, 8 de julio de 2010

Un paseo

El patio era viejo, sucio y oxidado, lleno de alambres y objetos irreconocibles bajo el polvo y el sol. En una de las paredes había una especie de enredadera gris, que la cubría a tramos. A mi izquierda una pila de trastos, un televisor y un caballito de madera entre ellos, eran roídos por los gusanos. Recortada contra el cielo azul, por contraste, una cuerda de una terraza a otra tendía en el aire blancas camisas. Y, delante de mí, se hallaba una escalerita que daba a una puerta cerrada, verde.

Andé en dirección a la puerta, mirando las macetas que había a lo largo de toda la pared, en las que se erigían pequeños troncos raquíticos, sin hojas, sobre una tierra negra y húmeda. En lo alto de una reja se posó un grajo, y graznó un par de veces. Creí oir el sonido de una cámara de fotos a mi espalda. Un muro parecía tambalearse. O quizás debiérase a que la sombría enredadera se agitaba de una forma poco natural. Empecé a asustarme y alcancé la puerta corriendo, dándome cuenta de que el tiempo empleado en recorrer el pequeño patio me había parecido una eternidad.

Traté de abrir la puerta, pero no cedía, por mucho que la lisonjeara, tanteara, golpeara, insultara. El mecanismo que la mantenía cerrada parecía fuera de toda comprensión. Me aparté un poco para contemplarla: un rectángulo verde recortado contra un muro tosco, como el de una fortaleza, de la misma manera que sobre mi cabeza se recortaban en el azul celeste las camisas. Toqué el rugoso muro. No me vi capaz de calcular su edad.

Tras otro par de intentos, desistí forcejear, y volví a lanzar una mirada furtiva al patio, detrás mía, al mugriento patio de macetas de plástico. Y entonces lo vi. Un hombre desnudo, mortalmente delgado y sucio, con largo pelo, salió corriendo de detrás de una de las macetas, que estaba a ras de suelo, y cruzó un trecho del patio a toda prisa, haciendo mucho ruido, para perderse en un grupo de plantas a no mucha distancia. Todavía se vislumbraba parte de su cuerpo, agazapado tras ellas, quizás me observaba. Me parecía ridículo que creyera que no lo estaba viendo.

Escuché un ruido sobre mi cabeza. Una mujer había abierto una ventana en el muro, y miraba al patio con ojos cansados. Su cara tenía algo desagradable, sentí nauseas al verla. Sus grotescas facciones desprendían un aire extrañamente familiar. Miró hacia abajo, me vio, pegó un grito y cerró la ventana con estrépito, asustada.

Me alejé del muro, mirando fijamente aquella ventana, y, en mi descuido, tropecé con un niño, igualmente delgado, desnudo y demacrado, cubierto de suciedad. Huyó con una velocidad inusitada a esconderse bajo otro grupo de plantas. En ese momento noté que detrás de las macetas había muchas personas, muchísimas, todas desnudas y desaseadas, todas con los ojos fijos en mí. Creí ver que se intercambiaban ropas.
Luego de un rato de agitamiento, en el que no sabía qué estaban haciendo, y en el que las plantas temblaban sin cesar, salieron, todos a una, vestidos con elegantes ropas de fiesta, a recibirme, como si fuera la cosa más natural del mundo. Eran muchos, y aunque ninguno de sus rostros me resultaba conocido, todos tenían un cierto aire de familiaridad que me asqueaba.

Intenté huir, aterrorizado, pero no tenía a dónde. Corrí hacia la puerta, de cuya inexpugnabilidad me cercioré de nuevo, tras vanos intentos de echarla abajo. La multitud se acercaba en procesión, riendo, bailando, lentamente. Me quedé de pie, inmóvil, en los escalones que conducían a la puerta verde. Ellos cantaban canciones de bienvenida, y canciones de retorno, me abrazaban y me preguntaban si había traído el drulem, que por qué había tardado tanto, que llevaban mucho tiempo aguardando y padeciendo, que menos mal que había vuelto con el drulem, que todo eso estaba preparado para mí desde un principio, por haber ido a por el drulem. Los niños, de ojos húmedos, me atosigaban con especial avidez.
Pero todos sonreían de forma rara, lo que me chocaba, en sus voces había más burla que afecto, y algunos del fondo casi no podían ya contener la risa.

Se acercó un señor con barba y una gran llave, para abrir la puerta verde. De repente me di cuenta de que por las ranuras se colaba desde dentro un olor insoportable, como de cieno.

Detrás de todo, un par de hombres sellaban la puerta por la que había entrado al patio, trabajando afanosamente.

miércoles, 7 de julio de 2010

Dulces sueños

Hoy he soñado que tú y yo estábamos en un pueblecico, y que buscábamos alegremente un lugar donde darnos amor, pero era un amor intranquilo, había poco tiempo, mucha prisa, muchas ansias, ¿te ibas pronto, cielín? Sí, sí, mi amor, rápido, rápido, por aquí, por acá...


Cada vez que parecía que habíamos encontrado algo... alguien nos descubría al principio de nuestro amor y por eso nos íbamos a otro lado.

Al final encontrábamos un sitio, en el campo, pero había muchos toros y muchas vacas. A mí no me daban miedo de lo extasiado que estaba, pero tú estabas algo nerviosa, y por alguna razón, pisoteaste a un carnero. ¡Vaya, me he tropezado!, y yo: ha sido mala suerte, amor, salgamos de aquí rápido, y tú: ¡está muerto!

Inexplicable.

Y lo peor, es que cuando la consecuente estampida se dirigió hacia nosotros, tú seguías pisoteándolo, para enseñarme cómo lo habías hecho, Mira, mira, así, hice así, y zas, se murió, qué poquita cosa...

lunes, 5 de julio de 2010

Retorno

Sentía en mi ser una voluptuosidad impetuosa, la necesidad más grande de la voluntad, la llamada de la vida, de la juventud, el fuego pasional en el que ardía en aquellos años que ahora estaba viviendo por segunda vez.
En mi pecho borrascoso anidaban el valor, la consonancia con el cosmos, el aire de los tiempos mozos, proliferaban en él toda clase de vidas subrepticias, de deseos opuestos, de ríos contradictorios. Y en mi pecho, en efecto, anidaba toda la vida, la brillante vida que deseaba escapar en ascuas impacientes y manifestarse al exterior, esas proliferaciones de costras parasitarias por dentro de mi cuello que se alzaban hasta el infinito, esos cuervos que moraban en mi cráneo, y que salían y entraban con vuelo elegante, esas multitudes de hormigas que parecían un manto distorsionado que deambulaba por todo mi torso, esos racimos de babosas que lamían mis pies, esas serpientes que encontraban cobijo en mi caja torácica, todas esas vidas en conflicto que yo albergaba, que permutaban en pura lucha por crecer, por ser más grandes, más vistosas, más bellas, mayores en número, esos cúmulos cancerosos de huevos en las oquedades de mis huesos, esa profusión de ácaros en el interior de mi piel reseca, esas ratas que de tarde en tarde me arrancaban pedazos de carne descompuesta, esas negras arañas que salían de mi mandíbula, entreabierta y desencajada, para reptar por el suelo.

viernes, 2 de julio de 2010

Mekong Delta- Epilogue & The Gnome

Retomando la tendencia que en un principio tenía en mente de entradas musicales, parcas en palabras, os regalo una canción que sin ninguna duda desconoceréis. En realidad son dos, un epílogo religioso de nubes de tormenta y una revisión fragmentaria de ideas rífficas. No he encontrado aislada la primera de ellas, y no me quejo, mucho me ha sorprendido ya que este disco de thrash-progresivo alemán esté en youtube. Significa, no sólo que otros lo conocen, sino que, para colmo, le han dedicado tiempo.

Y, por cierto, está basado en parte en un relato del maestro Lovecraft -La música de Erich Zann- que os recomiendo, seguidores en legión, en estos días en los que vosotros estaréis ociosos hasta la desidia, malgastando el tiempo conectados a la Máquina Madre, leyendo a todas horas cosas como este blog, otrora tan movido, otrora con tantos autores.

Así pues, os animo con todo mi corazón a seguir malgastándolo, de la forma más triste posible :)