sábado, 29 de mayo de 2010

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Ataviadas de un blanco impoluto, las señoras están sentadas en los bancos de la placita. Conversan animadamente, su charla se mezcla con el griterío de los niños que juegan en las callejuelas colindantes, elevándose sus voces nacaradas hacia las estrellas. No muy lejos de allí, al fresco céfiro, los ancianos contemplan los olivos y el monte, aquel paisaje que los vio nacer, apoyados en la baranda inmaculada del vetusto mirador. No tercian palabra entre ellos, sumidos en arrugada reflexión. Más allá, en la plaza de abastos de columnas simétricas, las madres cotillean y murmuran trivialidades recurrentes, cíclicas. Cargan con cestos de mimbre en los que portan las mercancías exóticas que anuncian los vendedores al bullicio. A las afueras, en los jardines de magnolias, una pareja se besa, lejos del mundanal ruido, y bajo un anciano roble un soñador apunta demencias en un cuaderno aterciopelado. En las calles empedradas con cantos pulidos, los niños ríen y parlan en ese lenguaje desconocido u olvidado. De repente, el semblante del más joven de ellos se torna sombrío, ha notado una sutil diferencia en la luz, un cambio atmosférico, siente cómo irrumpe una gélida brisa que le inspira escalofríos. Quizás es una falsa alarma, pero considera que es mejor prevenir, y se lanza a la carrera. Corre por los jardines, el bosquecillo, de robles, el mirador, la plaza de abastos, profiriendo gritos, alertando. Llega, seguido de los demás habitantes, a la plaza en la que las señoras ahora tejen extraños tapices, y da la alarma. La brisa es cada vez más intensa, convirtiéndose en un viento huracanado, y una rara luz refulgente comienza a inundar partes del pueblecito. Sin demora, se monta en la plaza un averno de ruido, empujones, sollozos, padres llamando a su prole a gritos, golpes y carreras. Cuando están reunidas ya, todas las familias se dirigen apresuradamente a las casas, lúgubres y retorcidas, que bordean las calles del centro. El pueblo queda completamente vacío, ni un alma, ni un sonido por las calles. Se encierran en las oscuras y goteantes buhardillas de los caserones, todos quedan inmóviles, las madres silenciando a los bebés que lloran, los más aguerridos asomándose con precaución por las rendijas, o a través de las persianas, para contemplar cómo es aupado el inmenso disco solar, que hiere sus ojos, y cómo el gallo canta desde la placita a la mañana que empieza.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Es escalofriante

(Greed)

rafarrojas dijo...

me place sobremanera, : )

o dicho con menos palabras:

ole!