(Este
texto no es mío. Lo encontré en mitad de una cordillera nevada, en una
caligrafía extraña y de otra época. No tenía fecha y estaba en inglés, era,
seguramente, de aquel tiempo en que los habitantes de más allá de los Pirineos
se habían lanzado a escalar las cimas del mundo, en una época de contrastes,
una época en la que los pensamientos importaban. Decía así: )
Voy a regalarte un pensamiento:
Cuando vayas a lejanas tierras y en una tienda en medio de la
adversidad te halles, levanta los brazos y tócate aquí, en la oreja, justo
aquí, donde, cuando es otoño y tú estás en casa, siempre te queda un poco de
jabón después de ducharte.
Recuerda entonces el ajetreo del hogar, las vaharadas de vapor de
la ducha, la bata a cuadros, el suave pijama, el olor a sopa, a champú, y sobre
todo; el ruido insistente del secador, como una nana prematura incitándote a
cerrar los ojos. Recuerda cuando te negabas a ponerte los calcetines, y por
pereza ibas casi descalzo por el frío mármol de casa. Cuando, pasase lo que pasase al día siguiente,
estabas demasiado cansado como para preocuparte. Todos los domingos y todos los
amaneceres que viviste aquí serán como un remanso de paz entonces, pues el
tiempo aquí gastado no fue perdido sino atesorado. Cada latido de tu corazón
aquí fue un latido dichoso, y nunca podrás decir que fuiste infeliz si recuerdas con cuánto amor te acaricio ahora, aquí detrás de la oreja.
Quizá nunca puedas formar un hogar, puede que nunca encuentres el
camino de regreso a este. Puede que, en el futuro, yo te odie tanto como te
quiero ahora, e incluso, quizás, que yo ya me haya ido a un lugar mejor. En el
futuro incierto quizás no tengas trabajo o quizás estalle la guerra. Puede que no te espere eternamente en casa y
puede que tú no quieras regresar, puede pasen un millón de cosas, pero, de
seguro, si algo sé, es que esta idea que te regalo no la perderás jamás. Este es tu tesoro y esta es tu herencia, y así, hijo, no eres pobre, sino rico.
(Esto era lo único que
había. A su alrededor, signos de un campamento, poco más. Busqué en vano algún
esqueleto o algún signo de la muerte evidente, pero no los hallé. No puedo
explicar aún por qué, pero me sentí hermanado para siempre con el desconocido
aventurero, y solemnemente, allí quemé el regalo de su madre, su madre que, de
alguna manera, también sentía que era la mía. “No se preocupe, sidi.” Me dijo
el guía. “La muerte por congelación es lo más bello que puede sucederte. Dicen
que, en el momento justo antes de morir, de pronto, un alma bondadosa te hace regresar al
hogar.”
Las montañas, en cambio, permanecieron mudas.)
1 comentario:
Y yo doy fe de ello!
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