Tú te sentabas siempre en tu jardín,
y mirabas al vacío, como esperando algo. A veces era con un vaso de té. Yo te
lo preparaba. Otras veces, ni eso. La tierra se regada de matorrales
¿recuerdas? Aunque qué importaba si un poco más de hierba hervida se unía ella.
Se iba a enfriar de todas formas. Como tu té. Y se secaría y luego no se
distinguiría de la corteza de las naranjas, ni de la carcasa de las almendras.
Se quedaría allí. Como tu té. Y luego nada. Yo creía que iba a ser igual mamá,
que te estabas convirtiendo en una hoja más de té. Lo único que oía de ti era
tu butaca crujiendo, cuando hacía algo de viento. No te importaba mojarte, ni
que te diera demasiado el Sol, ¿verdad? Pero mamita, lloré mucho cuando no te
movías ni siquiera cuando la casa salía ardiendo. Aún así, sé que no debo
preocuparme, sé que estás bien. Te has vuelto muy fuerte acosta no moverte, no
comer y no dormir, no hablar, ni respirar. Pero mamá, de veras que a veces,
sólo a veces, te lo prometo, se me pasa por la cabeza que sería todo mucho
mejor si fueras como las otras madres, aunque eso conllevara que me obligaras a
comer comida verde y asquerosa. Es un pensamiento que, en cuanto llega, intento
que se vaya de mí. Porque, en verdad, sé que estás muy bien así.
Cuando me dijiste que vivías dentro
de una nube de color naranja, todo me pareció muy extraño. No sé que querías
decir con que las gaviotas picoteaban todo el día tu cabeza, y que te contaban
sus sueños. Supongo que te referirías a otra cosa. Todo lo entendí mejor cuando
me contaste que te habían salido dos enormes alas en los ojos, que te permitían
volar de espaldas. Claro, qué tonto fui al no imaginarlo antes. Yo nunca te he
contado mis sueños, pero en realidad, se parecen a donde tú vives. Hace unas
noches, tuve una pesadilla horrible. Soñé que ibas caminando por una carretera
nocturna abandonada. Llevabas un impermeable color ladrillo, pero hacía un sol
asfixiante, a pesar de que estaba muy oscuro. Era como una lejana farola que
sólo iluminaba las mejillas de los transeúntes. Porque no estabas sola.
Caminabas junto a un acerado repleto de paradas de autobús. Y allí sólo había
ancianos, seres muy muy ancianos, disfrazados extrañamente. Llevaban zapatos
deportivos, sudaderas fluorescentes, y pantalones multiculores ¡y unas
horribles orejeras de plástico en su cabeza de la que decían oír música! Eran
ancianos, mamá, pero estaban realmente locos. Tú tenías miedo, por eso te
montaste en el primer autobús que pasó. Dentro del vehículo, rodaban una
película. En un antiguo templo, improvisado entre los asientos, sucedía un
terrible sacrificio. Una panda de chiquillos desmembraban a un joven orangután,
que lloraba desconsolado, gritando a gritos tu nombre. Entonces me desperté. No
sé lo que significaba, pero me recordó mucho a aquello que me contaste, sobre
tu vida en las cloacas. Aquella vez que presenciaste cómo una procesión de
hombres-rata, acudía a un altar en que había un retrete amarilleado, por el que
fluía una continua cascada de agua del color del hierro o de la sangre. Otra
vez me contaste algo sobre si me gustaban las galletas de chocolate. Qué raro.
Sabes perfectamente que soy alérgico. Sí entendí que un gran rey fue durante
algunos siglos el consorte de tu reino. ¿Por qué se volvió loco madre, por qué
te pusiste tan triste cuando dejó de maullar? Lo que menos entendí fue lo de la
familia animal: no me explico cómo un delfín, un león, un cuervo y un gato
pueden compartir ducha ¿cómo solucionan el problema de los pelos? Mamá, debes
estar confundida porque los animales nunca van a la ducha. Pero me gustó saber
que a veces se reúnen para charlar contigo y tocarte alguna canción.
Sé que no estás del todo mal allí. Siento tanto que tuvieras que marcharte. Pero yo te esperaré siempre, aquí, lavándote de vez en cuando tus calcetines favoritos para que puedas apreciar su color de nuevo. Y por favor, la próxima vez, escríbeme una carta en vez de hacerme llegar a aquel lejano edificio en cuyas paredes debo leer tu vida.
Sé que no estás del todo mal allí. Siento tanto que tuvieras que marcharte. Pero yo te esperaré siempre, aquí, lavándote de vez en cuando tus calcetines favoritos para que puedas apreciar su color de nuevo. Y por favor, la próxima vez, escríbeme una carta en vez de hacerme llegar a aquel lejano edificio en cuyas paredes debo leer tu vida.
1 comentario:
Genial.
Un saludo.
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