Cada
mañana, se asomaba a la cama donde ella dormía. Esperaba que abriera los ojos
para decirle “buenos días, cariño”. Y aunque no solía responder con palabras,
le devolvía una mirada oceánica, con la que muy pocos habían tenido la
oportunidad de ser contemplados. Luego, le acariciaba la cabeza durante un
rato. Dejaba pasar sus dedos entre su pelo fino y corto, suave como recién
nacido. Más tarde la reclinaba, y le limpiaba la cara con una fina toallita, y
después, le preparaba la papilla. Fruta molida, cereales… dependía. A ella le
encantaba, su sonrisa lo decía con claridad cuando el cuenco de flores rosas y
azules asomaba por la puerta. Disfrutaba el desayuno de cada día a cada
cucharada. Y mientras la digería, esperaba un poco. Entretanto le susurraba al
oído palabras que nunca conocí. Y más allá de la ventana, los gorriones en las
ramas de los árboles de las bolitas ocres dejaban de cantar por escucharlas.
Después de acabar, limpiaba delicadamente sus labios y su barbilla con una
suave gasa, como la que a ella le encantaba abrazar mientras dormía, y dejaba
írsele un suspiro sonriente. Poco después, la lavaba con una esponja húmeda: el
pecho, los brazos, la espalda... y le cambiaba los pañales. Entonces la llevaba
a la salita. A ella le disgustaba el sonido de la tele, no, sin embargo, si
sonaba algo de música, y siempre buscaba con la mirada la ventana, a la que
intentaba dirigirse para ver el exterior. Creo que quería oír el canto de los
gorriones y verlos saltar de rama en rama, y a la gente pasar por la calle
peatonal. Yo siempre la miraba desde la puerta, pues no sabía hasta qué punto
podía contagiarme su niñez, pero a ella no parecía importarle. El almuerzo no
solía gustarle tanto como el desayuno, pues tenía una marcada apetencia por lo
dulce. Después, solía dormir hasta bien entrada la tarde. Y al despertar,
quizá, le esperaban algunas visitas. Gruñía ante ellas, pues no soportaba los
achuchones y los besos ruidosos. Prefería jugar con el tacto suave de su
pijama, o los borlones de lana que colgaban de las mangas, que le hablaran
largamente, que le contaran sus vidas, que la ayudaran a recordar que un día,
fue aún más joven. Al caer la noche, apenas quería comer. Se mostraba cansada,
sin fuerzas. Sólo quería regresar a su cuna, su cama, ser arropada y esperar al
día siguiente. Antes de dormir, mi madre le susurraba a mi abuela cuentos en la
cama, y ella sonreía hasta quedar profundamente inmóvil.
Cada mañana, mi madre se asomaba a
la cama donde mi abuela dormía. Sin embargo, aquella vez fue diferente. No
necesitó esperar a que abriera los ojos para saber que se la llevaban. Las
raíces habían emergido del suelo y arrastraban con su cuerpo, hacia la tierra.
Pero al contrario de lo que esperaba, no encontró hundiéndose entre cepas el
rostro de su madre, sino el de mi madre misma.
1 comentario:
Rompe esquemas.
Siempre geniales los derroteros hacia los que conduces a las víctimas de tu prosa.
Encantado de recibir tu sentencia desde el cadalso.
Publicar un comentario