viernes, 4 de noviembre de 2011

Ojos

            En realidad era tan oscuro que ni siquiera el fantasma de la luz pasada conseguía permanecer agarrado al polvo ancestral que habitaban los rincones de la casa. Desde que en el agujero negro el Sol se había convertido en una lasca de cartón oscura, sus cimientos habían menguado y menguado, hasta tornarse una diminuta montaña de fina arena y clara, enrarecida, su visión, a la luz de las luciérnagas. ¡Fuera! Nunca fue así. Pues sus huesos un día de veras se vistieron de nervios, piel y carne, de vestido de mariposas, de amapolas blancas, de perfumes y diadema. De blanca, siempre, los árboles se vaciaban de hojas ante su camino, el color de las paredes de las calles antiquísimas dejaban caer su luz al suelo, las flores se hacían invierno, los gatos se colgaban desde los balcones, tan solo para observarla. Y aunque ella no lo ignoraba, de algún modo no conocía la manera en que un ser podía quedar maravillado de su blanco y de su piel, prendido del hilo de su esbeltez, de su paso pausado en tanto que también ágil, de sus ojos soñadores. De algún modo no conocía la manera pues se tornaba enrarecida, su visión, a la luz de las personas. ¡Basta! Pero no fue así siempre. Pues sus cuencas un día no contenían dos blancas esferas, sino dos de color anaranjado y pupilas negras, como oro del que se destilan azahares y raíces. Ella contemplaba el mundo, la luna, los soles, las estrellas. Regalaba mariposas a las flores, daba rocío a las piedras del camino, llevaba a las copas de los almendros miel tomada de la misma boca de las larvas de las abejas. E igual que ellas, pensaba en el momento en que llegaría a ser reina. Quiso mirar tanto dentro de ella, y así saber si su piel era una mera cubierta emblanquecida, que escondiera la belleza, o si quizá se tratara de su verdadero rostro aquel que veía, quiso tanto mirar más allá de su carne, que un día despertó con los ojos vueltos, las pupilas envueltas en lo oscuro de su cráneo y bajo los párpados no más que una blanca superficie esclerótica e inexpresiva. Y así olvidó maravillarse del mundo y de encontrar verdades en la savia de los árboles y en los saltos de las aves. Olvidó que pudiera maravillar al mundo. Quizá porque no encontró nada más allá de su piel, quizá porque le aterró lo que halló, quizá porque se mudó para siempre a su alma y dejó sus manos y sus piernas, su pecho y su cabeza al servicio del azar y el devenir mudo. 
            Cuando abandonó las calles, se encerró en la menor habitación de su casa, pues cada vez su existencia se veía más reducida a sí misma. Y cada vez, escapaba de ella con menor frecuencia. No se alimentaba, dejó de hablar, de escuchar, y de acariciar las paredes. Y luego llegó el día en que quedó sola, en aquella habitación. Luego comenzó a perder la carne, la piel y los nervios, que cayeron al suelo y se fundieron con las paredes y el suelo. Sólo conservó los huesos. Los huesos y los ojos. Y mientras cada vez era más polvo y menos esqueleto, los ojos se le escaparon, y se extendieron por la casa. Y a costa de sus cimientos, cada vez más una diminuta montaña de fina arena y clara, los ojos se hicieron más y más, por doquier. Y poco a poco, los ojos fueron invadiendo el hogar. Hasta que llegó el momento en que todo no fue más que un gran ojo, inmenso, infinito. Si no, mira a tu alrededor. Y dime qué eres. 

¿O acaso está tan oscuro que ni siquiera el fantasma de la luz pasada consigue permanecer agarrado al polvo ancestral que habitan los rincones de esta casa?

1 comentario:

Unknown dijo...

Manuel ya te lo dije en persona si no recuerdo mal. A cada texto te superas. Este creo que fue el que más me gusto de los que leíste. Es sencillamente magnifico. Es una pena que no tenga un cuarto enorme que llenar de textos tuyos. ¡ Transcritos de mi propia mano a las paredes si hace falta !