jueves, 8 de julio de 2010

Un paseo

El patio era viejo, sucio y oxidado, lleno de alambres y objetos irreconocibles bajo el polvo y el sol. En una de las paredes había una especie de enredadera gris, que la cubría a tramos. A mi izquierda una pila de trastos, un televisor y un caballito de madera entre ellos, eran roídos por los gusanos. Recortada contra el cielo azul, por contraste, una cuerda de una terraza a otra tendía en el aire blancas camisas. Y, delante de mí, se hallaba una escalerita que daba a una puerta cerrada, verde.

Andé en dirección a la puerta, mirando las macetas que había a lo largo de toda la pared, en las que se erigían pequeños troncos raquíticos, sin hojas, sobre una tierra negra y húmeda. En lo alto de una reja se posó un grajo, y graznó un par de veces. Creí oir el sonido de una cámara de fotos a mi espalda. Un muro parecía tambalearse. O quizás debiérase a que la sombría enredadera se agitaba de una forma poco natural. Empecé a asustarme y alcancé la puerta corriendo, dándome cuenta de que el tiempo empleado en recorrer el pequeño patio me había parecido una eternidad.

Traté de abrir la puerta, pero no cedía, por mucho que la lisonjeara, tanteara, golpeara, insultara. El mecanismo que la mantenía cerrada parecía fuera de toda comprensión. Me aparté un poco para contemplarla: un rectángulo verde recortado contra un muro tosco, como el de una fortaleza, de la misma manera que sobre mi cabeza se recortaban en el azul celeste las camisas. Toqué el rugoso muro. No me vi capaz de calcular su edad.

Tras otro par de intentos, desistí forcejear, y volví a lanzar una mirada furtiva al patio, detrás mía, al mugriento patio de macetas de plástico. Y entonces lo vi. Un hombre desnudo, mortalmente delgado y sucio, con largo pelo, salió corriendo de detrás de una de las macetas, que estaba a ras de suelo, y cruzó un trecho del patio a toda prisa, haciendo mucho ruido, para perderse en un grupo de plantas a no mucha distancia. Todavía se vislumbraba parte de su cuerpo, agazapado tras ellas, quizás me observaba. Me parecía ridículo que creyera que no lo estaba viendo.

Escuché un ruido sobre mi cabeza. Una mujer había abierto una ventana en el muro, y miraba al patio con ojos cansados. Su cara tenía algo desagradable, sentí nauseas al verla. Sus grotescas facciones desprendían un aire extrañamente familiar. Miró hacia abajo, me vio, pegó un grito y cerró la ventana con estrépito, asustada.

Me alejé del muro, mirando fijamente aquella ventana, y, en mi descuido, tropecé con un niño, igualmente delgado, desnudo y demacrado, cubierto de suciedad. Huyó con una velocidad inusitada a esconderse bajo otro grupo de plantas. En ese momento noté que detrás de las macetas había muchas personas, muchísimas, todas desnudas y desaseadas, todas con los ojos fijos en mí. Creí ver que se intercambiaban ropas.
Luego de un rato de agitamiento, en el que no sabía qué estaban haciendo, y en el que las plantas temblaban sin cesar, salieron, todos a una, vestidos con elegantes ropas de fiesta, a recibirme, como si fuera la cosa más natural del mundo. Eran muchos, y aunque ninguno de sus rostros me resultaba conocido, todos tenían un cierto aire de familiaridad que me asqueaba.

Intenté huir, aterrorizado, pero no tenía a dónde. Corrí hacia la puerta, de cuya inexpugnabilidad me cercioré de nuevo, tras vanos intentos de echarla abajo. La multitud se acercaba en procesión, riendo, bailando, lentamente. Me quedé de pie, inmóvil, en los escalones que conducían a la puerta verde. Ellos cantaban canciones de bienvenida, y canciones de retorno, me abrazaban y me preguntaban si había traído el drulem, que por qué había tardado tanto, que llevaban mucho tiempo aguardando y padeciendo, que menos mal que había vuelto con el drulem, que todo eso estaba preparado para mí desde un principio, por haber ido a por el drulem. Los niños, de ojos húmedos, me atosigaban con especial avidez.
Pero todos sonreían de forma rara, lo que me chocaba, en sus voces había más burla que afecto, y algunos del fondo casi no podían ya contener la risa.

Se acercó un señor con barba y una gran llave, para abrir la puerta verde. De repente me di cuenta de que por las ranuras se colaba desde dentro un olor insoportable, como de cieno.

Detrás de todo, un par de hombres sellaban la puerta por la que había entrado al patio, trabajando afanosamente.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

¿El protagonista sufre de la soledad del héroe épico... ?

Deslumbrante. Me recuerda mucho a relatos lovecraftianos, en cuanto a descripciones de paisaje sobretodo.

¡Drulem! Ahora lo comprendo todo. Trataremos de lidiar con él la próxima vez que nos encontremos...



(Greed)

Ripser dijo...

El protagonista sufre de un terror agudo y se rebusca los bolsillos con frenesí xD

rafarrojas dijo...

me encanta la frase:
"Traté de abrir la puerta, pero no cedía, por mucho que la lisonjeara, tanteara, golpeara, insultara"

Manuel dijo...

Si existe un trasfondo, crítico o alegórico, en esta obra no lo termino de entender, pero el contenido en sí es genial