martes, 27 de julio de 2010

Otro paseo.

Cuando ella salió de la caja se encontró en medio de un paisaje normal, bastante plácido, que podría haber resultado casi acogedor de no ser porque estaba teñido por alienígenas, o eso fue lo primero que se le vino a la cabeza.

Y, en efecto, lo primero en que no pudo evitar fijarse es que no conocía los colores. No lo entendía, era como si estuvieran lejos, tras un velo. Un sol gélido alumbraba sobre todas las cosas unas tonalidades que nunca había visto antes, cuyos nombres desconocía y que no tenían nada que ver con las que recordaba, aunque pudo comprobar que a ratos sí se aproximaban a colores más cercanos, para volver a sumirse en otra marejada de gamas extrañas.

Su primera impresión fue, pues, una suerte de pavorosa sorpresa, rodeada como estaba de pigmentos incomprensibles, aunque quizás todo se debiera a su vista, largo tiempo atrofiada dentro de la caja. Empezó a pasear, cada vez más temerosa de quedarse quieta.

Además de estar impregnadas de colores ignotos, las cosas, los objetos que veía, parecían alterados. Fue mirando a su vera mientras andaba por un pequeño sendero, y no pudo evitar ver cómo un reloj alto parecía estar cabizbajo, cómo los árboles se doblaban de forma poco natural, apoyándose los unos en los otros, apesadumbrados, cómo los bancos a ambos lados del camino parecían aullar desde lo más profundo de la piedra. Era como si todo estuviera sumido en una honda tristeza, o eso pensó ella. No sentía el más leve viento, ni veía nada moverse, salvo unas sombras en el cielo que sospechó que eran pájaros.

Mientras iba mirando todas estas cosas iba intentando decirse para sí misma los nombres por los que las llamaba en su día. Pero no le salía ninguno. Los tenía siempre en la punta de la lengua, pero nunca lograba acordarse del todo. Fue entonces cuando, tras un breve repaso mental, se dio cuenta de que, en efecto, no recordaba los Nombres. Ningún nombre de ninguna cosa. Ella sabía que todo lo que estaba viendo, el reloj, los árboles, los montículos, lo había visto, con otras formas y en otros lugares, antes, pero no recordaba cómo los había llamado entonces. Esto le hizo sentirse una suerte de intrusa, y medró en su interior una quemazón que parecía decirle que nada de lo que viera podía ser jamás suyo, o que al menos ella no podría considerarlo como tal, porque no podría nombrarlo y, por ende, poseerlo, ni tener ningún vínculo con ninguna cosa.

Se sintió como si estuviera en el centro de un abismo, un abismo surcado por infinitas brumas, y como si todo estuviera tras ellas, y se le presentase distorsionado, inefable, extravagante y abatido, y sentía que su alma estaría eternamente compungida por ello.

Y ella pensó entonces, pensó sin palabras, que no tenía otra cosa que hacer que seguir andando, sin perspectiva alguna de parar o de encontrar un sitio en el que establecerse, caminando para siempre.

Porque aun eso, por supuesto, era mil veces mejor que volver a la caja, todo era mejor que volver a la caja, cualquier cosa, y se iba diciendo esto una y otra vez mientras andaba descalza sobre la hierba húmeda del rocío, entre las lápidas.

1 comentario:

_Greed_ dijo...

¡Espléndido! Al principio pensé que tenía algo que ver con los recién nacidos...