jueves, 15 de julio de 2010

Adentrémonos en el apasionante ciclo vital de la podre.

Un día el mortificado Jimmy se levantó con un pequeño dolor en la cabeza. Al llevarse la mano al lugar donde le dolía, entre pelos de octogenario y piel arrugada encontró la forma de un bulto. No era un bulto en sí, no sobresalía, pero notó algo duro y extraño. Y pequeño, azares benévolos. Casi se olvidó del bulto cuando iba al trabajo, pues su papel lo exigía: el ser el más joven de la oficina y tener un puesto como el suyo era algo impensado y que debía ocuparle toda su concentración y esfuerzo. Pero a la hora de comer le sucedió un incidente que le hizo recordar por mucho tiempo la minúscula protuberancia. Y es que comenzó a dolerle la cabeza contemplando una taza de café, en la hora de comer, y todo comenzó a darle vueltas y todo giraba y giraba y el café hablaba y se imaginó por unos instantes con un terrible árbol surgiendo contra el cielo desde su cabeza, y pesaba muchísimo y todos huían y él al intentar seguirlos destrozaba el edificio, y ellos cortaron unas ramas, contaron las anillas y vieron que el roble era centenario, y que, por tanto, él no debía por su edad trabajar allí y le rebajaron el sueldo y todos se reían de cómo intentaba mantener el equilibrio con eso encima y todo giraba y giraba en espiral…hasta que la alucinación fue pasando y siendo sustituida por el aséptico blanco del a oficina.

Esa noche tuvo un sueño tumultuoso y al despertarse la mañana siguiente el bulto seguía ahí, igual en todo excepto en que dolía más. Y se llevó todo el día deambulando de un lado para otro, cansado y desgraciado, con un bloqueo intelectual que le impedía trabajar en condiciones, aunque fingió hacerlo, y por lo que sabemos, la farsa salió bien.

En cuanto llegó a casa lo primero que mecánicamente hizo fue contemplarse en el espejo del cuarto de baño, ojos vidriosos fijos durante horas en aquel bulto infernal, y acabó por caer en un trance de embotamiento tal que empezó a chorrear una baba viscosa por su boca durante horas, con unos ojos vacíos que miraban allí donde, de momento, no había nada.
Y esa misma noche soñó con que se follaba regularmente a la chica que amaba pero ella le comenzó a poner los cuernos, cuernos que fueron creciendo hasta alcanzar los dos metros, y acabó por sacarle el ojo a su madre con uno de ellos (que, por cierto, se movían como si tuvieran articulaciones).

A la mañana siguiente sí era claro, aunque imperceptible casi, que algo había aumentado. Y su dolor de cabeza había crecido de forma geométrica. Se miró al espejo y se vio dentro de una jaula gris, en medio del desierto. Y no pensó en casi nada durante todo el día, estaba absolutamente ausente y su dolor de cabeza era de proporciones bíblicas, a cada dos segundos llevándose el dedo a las arrugas de su frente y tanteando, con una mezcla de terror y amor, aquel extraño suceso que le había ocurrido la desgracia de acaecerle a él.

Al llegar a su casa y mirarse en el espejo le dio la impresión de ver que había crecido en el bultito y sus alrededores una sutil hierba.



Cuando se despertó se percató de que el bulto ya no era de un tamaño normal, era ligeramente grande, y, por ende, cien veces más preocupante. Y sí, eso que parecía una fina capa verde envolviéndolo era definitivamente hierba, y entonces cayó en la mayor de las locuras y pidió el día libre en el trabajo “por asuntos personales”. Se sentó en el sofá a ver la tele, pero en vez de dirigir su mirada al tenue resplandor de la caja tenía los ojos cerrados, envuelto en penumbra se tocaba la hierba con cariño, casi podríamos decir, y sentía su tacto maravilloso en los dedos y pasaba el dedo para arriba, para abajo, para arriba, para abajo, para arriba, y eso lo llevó haciendo en una suerte de éxtasis lechoso durante un tiempo largo e indefinido, maravillado y sonriente como un imbécil.

Luego se decidió a comer algo, no era consciente de la hora, y había bajado todas las persianas y tenía las luces apagadas, pues desconfiaba de que alguno de sus múltiples enemigos en el trabajo se pasara a echarle un vistazo para ver el motivo de la inusual falta, y se lo encontrase en ese estado terrible del cual ahora, más que no querer salir, que también, pero su principal objetivo era ver a qué llevaba todo esto.


Al día siguiente se despertó porque no podía dormir bien, y estaba claro: el bulto parecía una pequeña nuez pegada a su cabeza, algo espantoso y desagradable. Él, previsor, llamó y pidió la baja por al menos una semana, y en el trabajo todos, al saberlo, más tarde o más temprano, en sus oficinas se frotaron las manos y sonrieron, algunos con menor disimulo que otros.

Ya no podía estar tumbado, y sentarse lo debía hacer con mucho cuidado, pues al más mínimo roce sentía torturas indescriptibles.

Cuando llegó la hora de dormir, se vio en un aprieto, pues estaba convencido de que no podría descansar en condiciones si lo hacía tumbado. Se enfadó sin encontrar ninguna solución positiva, pensó en cortarse, ahora que podía, pues todo indicaba que crecería más y más, el maldito bulto, pero el simple pensar en el dolor que sentiría le hicieron tirar al suelo impotente las tijeras de podar.

Intentó dormir sentado en una esquina, la casa estaba oscura y la tenía frente a él como un mar negro inmenso, y nunca pensó en terribles criaturas fantasmagóricas y en fuerzas espectrales que surgieran de las olas de ese mar mientras estaba en su cómoda cama, con una cabeza de una forma y tamaño normales, pero ahora sentía miedo, y entre la angustia por su devenir y esto y quizás el terrible dolor de cabeza no pegó ojo en toda la noche, y embotado y dolorido se toqueteaba la suave y verde colina de prados bañados por el rocío, intentando percibir su crecimiento, mas siempre le parecía que estuviera igual.


A la mañana siguiente le dolían todos los huesos. Todos los huesos. Todos los huesos, y se encontraba flaco y apático, pues le daba la impresión de que el bulto le parasitaba y recibía gran parte de su energía, y que él debería de comer el doble, pero siempre se hallaba desganado y no comía ya desde hacía dos días ni siquiera para alimentar al bulto sólo.

Y al mirarse al espejo no le sorprendió que pareciera una nariz gorda y más grande que la otra en medio de su frente arrugada y sucia. Y se encontró monstruoso y lloró, el que había sido en su día el niño más bonito de su clase y de su colegio y de su mamá ahora lloraba por ser un engendro, pero es que, además, para agravar el asunto, resulta que no sólo era horrible por el bulto, su cara, tras días sin bañarse y casi sin dormir, aparecía deforme y sucia, con unas terribles ojeras.
Entonces sólo se le ocurrió pensar que si el bulto seguía creciendo sin límite ocuparía en su momento todo el universo y más, es más, visto su rapidísimo engrandecimiento, en muy poco tiempo sería enormemente grande, y que entonces se desprendería de él de alguna manera y empezaría a pasear por las colinas cubiertas de hierba verde, respirando el aire puro.

“Porque no existe cosa más desagradable que un bulto anormal y deforme en la cara de alguien, más si está absolutamente cubierto de una capa verde repulsiva” le había dicho en su día su abuelito y ahora se lo repetía una y otra vez el pazguato Jimmy y se martirizaba, y entonces cayó en la cuenta de que podía muy bien ser cáncer, o algo extraño, quizás su explicación estaba más cerca de los límites de la ciencia que de lo sobrenatural.

Estuvo pensando en esto varias horas, y se puso nervioso y empezó a golpearse en la cabeza, mas el dolor era terrible y hubo de parar enseguida, y entonces, con la mano sangrando, cayó en la cuenta de que debía de ir a ver a un médico.

Tuvo que bañarse, pues ya olía mal, el repiqueteo de las gotas como notas musicales en el bulto le dolían como mil flechas y el agua pronto comenzó a volverse roja, de la sangre reseca y negra en parte de la suciedad que llevaba encima.

Luego se puso un traje limpio, un sombrero, y salió a la calle.

Y era de noche, o eso parecía, lo cual no cuadraba con su imagen mental, pues creía haberse despertado hacía relativamente poco.

Y en las calles sólo encontró perros y farolas, y cubos de basura, y sólo se cruzó con un par de personas, y al llegar a la consulta del médico, luminosa en la noche, pues abría las veinticuatro horas del día, tiró de la puerta de cristal y entró.

Allí estaban sentadas diversas personas, que al entrar él le interrogaron con la mirada, y le preguntaron sin palabras por su vida y qué lo había traído aquí. Estaban sentados en sillas de plástico un viejo, un hombre con un saco en la cabeza, una pareja que se miraba con vergüenza, sobre las que él fantaseó qué les había podido traer allí, un niño sólo y con expresión ausente, y un hombre con un sombrero como él, mirada esquiva y un inusualísimo parecido con él.
El se sentó y se sumió en la tristeza, hasta que escuchó por un cutre altavoz “¡siguiente!” y miró a su alrededor y estaba sólo, y entró en la sala donde la aguardaba un médico gordo e impaciente.

El médico miró con repugnancia hacia él, desde su sitio lleno de mierda su repugnancia no disminuyó cuando vio el bulto. Desde su baja silla parecía un vigía que espiaba a las personas desde dentro y abajo, arañando donde más dolía. Cuando él le contó la historia del bulto parecío sentirse incómodo y restregó el trasero contra la silla buscando una posición confortable, cuando acabó de relatarla se encontraba dormido sobre el costado, y a él le pareció insospechadamente adorable y sólo tuvo voluntad para ocuparse en arroparlo, y le dio un besito en su frente como a un enorme bebé ignorante.

La sala de espera estaba vacía.

Salió a un callejón más oscuro y sucio que el que había visto su entrada al médico, y entre la negrura una sombra se alejó hacia la salida del callejón, y al salir a la avenida llena de farolas contemplaba a aquel hombre del sombrero en la sala de espera, que andaba unos pasos por delante suya.

Aquel inusualísimo parecido ocupó su mente los días posteriores, y soñó con él y el hombre de la clínica, uno de los dos con cuchillo de carnicero. Los sueños disparatados se incrementaron, y el bulto parecía ya un melón grandote. Sus pensamientos se vieron monstruosamente dominados por una misma terca y fija idea: el hombre de la clínica, el del sombrero, rondaba la casa. Creía ver su figura por las ventanas, y pensó que, ya que se parecían tanto, él le había contagiado el bulto, y ahora era libre y se deleitaba en contemplar qué le había pasado. O quizás simplemente le pareció curioso y lo siguió, y ahora se deleitaba en ver cómo avanzaba su caso. Un olor a palomitas invadía a rachas el aire de la casa, y predominaba con respecto a los otros olores nauseabundos. Pues ahora el bulto había empezado a expeler y a estar rodeado de un aire viciado e irrespirable. Ni siquiera su propia nariz se acostumbró pronto.

El sombrero con el tiempo fue insuficiente para tapar la aberración, y acabó poniéndoselo en el bulto, al principio a título de curiosidad, luego para reforzarse a sí mismo la apariencia que presentaba de tener dos cabezas, una surgiendo de la otra. No se atrevió a iniciar ninguna conversación con su otra cabeza, pues temía cualquier cosa.

En estos últimos meses se movía cada vez menos, y no por su pesadez cefálica, a la cual se acostumbraba a medida que le crecía aquello. No, más bien era porque se sentía falto de fuerzas, no obstante comía muchísimo (quizás para alimentar a dos personas). Pero cada vez se llevaba más horas seguidos en el mismo rincón, sin apenas pensar en nada, la mirada bizca. No tenía ganas de otra cosa. Y las horas se convirtieron en días. Y los días pasaron.


Si un tiempo más tarde uno hubiera deseado pasarse por la casa del pequeño Jim, y hubiera burlado las cortinas, ya permanentemente echadas desde hacía mucho, hubiera contemplado cómo había avanzado su insalubre estado. En ese momento, la superficie del bulto había pasado de ser ligeramente rugosa a presentar protuberancias enormes, de casi un mentro, por toda su superficie, como dedos saliendo de su piel. El cuerpo de Jim era otra de esas protuberancias. Colgaba en el aire como una concreción cancerosa y terrible más de una grandísima esfera con vello verde. Dudamos de que pensara ya siquiera. Pero, a cambio, a veces parecía mirar con cierta satisfacción imbécil la conexión que tenía con el bulto. Pues, ciertamente, cada vez el perímetro de contacto con la enorme esfera que ocupaba toda la habitación cuadrada era menor. Con los meses fue disminuyendo más aún, hasta parecer un resistente hilo, un nervio. No consideraba cortárselo ya, pues se presentía inminente la separación.


Un día de tantos, el viento lo despertó. Se incorporó, y sus manos acariciaron la suave hierba sobre la que había reposado. Un pájaro cantaba desde alguna rama. Un ciprés estaba recortado a las estrellas.

No entendía dónde estaba, y no recordaba lo pasado en días anteriores. En ese momento, casi instintivamente, en un amago de peinarse y quedar coqueto, se llevó la mano a la cabeza. No había bulto. Había una especie de hendidura muy leve, o quizás fueran imaginaciones suyas. Comenzó a pasear por el prado. Aquí y allá, el terreno se ondulaba suavemente, y los árboles llenos de frutos invitaban a bailar. La hierba era de un verde fulgente, y él se sintió de repente feliz, y empezó a bailar. Bailó y bailó, y gritaba canciones infantiles. Cuando quiso darse cuenta de dónde había parado, se encontró con que había vuelto al sitio en el que se despertase, con el ciprés en su misma posición sombría. Corrió presuroso a investigar los secretos de aquel lugar, dando saltos, y por el camino cogió un par de frutos de un árbol, antes de perderse en aquel bosque que se alzaba sobre la verde hierba.


Pocos se dieron cuenta de que esa noche la Tierra tenía dos satélites.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

¿Alegoría?

Eso me ha pillado por sorpresa...

(Anónimo)

Ripser dijo...

¿Qué no lo es, querido anónimo?

Las cosas muy raras lo son a veces porque tienen muchas capas, filtros o máscaras..

IngenieroHipocondríaco dijo...

dios... no me esperaba aquel final, ha estado curioso