domingo, 4 de septiembre de 2011

La semilla de los gusanos (II)

Y mientras tanto, el plástico lo recubría, con cada actuación, con cada entrevista, lentamente, pero con avidez. Continuó por recubrirse su pecho y sus extremidades, hasta el momento en que ni siquiera necesitó vestirse, pues apenas quedaba al descubierto su rostro y su transitado ano. Pronto, se convirtió en un ser de luces, reconocido y aclamado. Ahora, se encontraba en el pleno capullo de la sociedad, y mientras las hojas, las ramas y las raíces de la ciudad anhelaban más que nunca ser un capullo, él se reunía con el resto de capullos del árbol del mundo… y muy pronto él florecería. Mientras tanto, era invitado a las convenciones sobre medio ambiente, a los consejos de guerra, a las reuniones sobre la conquista del espacio, a los congresos sobre la cura contra la vejez. Y en aquellos situaciones, las criaturas larva solían hablar por él, y a pesar de su fingido interés sobre los asuntos tratados, éstas no lograban más que musitarle cuán bello, afamado y querido era, lo que solía comunicar literalmente a los congresistas. Una tarde, en un importante encuentro con las grandes personalidades del momento, el Hombre Florero fue interpelado por un brillante psicoanalista, que le preguntó sobre las pulsiones retentivas de su etapa anal, algo en que aparecían las palabras emergencias egodistónicas, paraidolia y compulsiones. Entonces, él permaneció inmutable unos instantes, como esperando la ayuda de sus habitantes, y luego no dio por respuesta más que un burdo “prrrff”. Y tras pensarlo dos veces, continuó imitando a los gases anales durante un buen rato, mientras agitaba su cuerpo y sus brazos tumbado en el suelo, como fingiendo ser una criatura babeante y reptil, frotando su vientre a la largo de toda la sala engalanada y sus presentes. Aquel que le preguntó, se marchó enseguida. Poco después se supo que aquella misma noche escribió un tratado, que consiguió editar a la mañana siguiente. Pero en ese momento, los que concurrían la sala sólo rieron. Y el Hombre Florero, continuó emitiendo aquel ruido siempre que la ocasión se presentaba, hasta que éste comenzó a sustituir el lenguaje convencional, porque parecía despertar mejor respuesta en sus congéneres que la palabra hablada.

Su éxito no parecía languidecer. Los sumos filósofos elaboraban nuevos sistemas que posicionaban al ano como centro del Universo; los más expertos historiadores vislumbraron nuevas leyes antropológicas que permitieron esclarecer cómo la historia había podido tener lugar hasta entonces sin un Hombre Florero que regara al mundo; los maestros arquitectos rehicieron la construcción y postularon que a partir de entonces la casa no comenzaría a construirse por los cimientos, sino por el váter. Por entonces, el Hombre Florero era apenas una cubierta de plástico andante. Sólo su ojete permanecía al descubierto, mientras el resto parecía adoptar la forma de un sobre rectangular, de múltiples tonalidades y escrito en imprenta. Pero a sus fanáticos, aquello no le importaba. Era parte de su encanto. Tampoco importaba que hubiera olvidado comunicarse. Acudía a sus actuaciones como automatizado, dejaba que su culo dispusiera y, luego, regresaba a su hogar, quizá emitiendo una estruendosa pedorreta. Ya por entonces sus ojos, sus oídos, su piel y sus manos eran las criaturas larva, y más allá, el plástico. Incluso ellas se tornaban comida, almohada y papel higiénico, si ése era el caso. La conexión con el exterior era cada vez más frágil. Y a sus amigas les quedaba poco por tejer.

En su última actuación, todos se disfrazaron como él. El Hombre Florero apareció casi arrastrándose al escenario, y se entristeció al extremo por no oír el clamor irracional de sus entusiastas, a pesar de que aquél fue el más apasionado. Intentó saludar con una fútil pedorreta, pero no obtuvo por respuesta sino el absurdo eco de sí mismo dentro de aquel envoltorio oscuro e impenetrable. Intentó valerse de alguno de sus gelatinosos habitantes pero no halló ninguno a su alcance. Tímido, inerme, fue a colocarse de espalda al público y así ejecutar su función. Sin embargo, estaba completamente ciego, y carecía de orientación. No hubo nadie en ningún momento que le dijera “adelante, todos te quieren” pues se hundía en el más profundo de los abandonos. Aún así, parecía conservar fuerza suficiente como para situar sus nalgas contra el cielo y disparar su genio y su don, saludar a las estrellas con una ráfaga de flores artificiales y enarbolar al público con sus dotes. Y de esta manera, el Hombre Florero, en un afán definitivo por volver a oír a sus fanáticos amados, disparó un último abanico de flores por el culo. Sin embargo, todos los orificios habían sido sellados ya.

Se dirigió a su hogar, ansioso, convulso, tropezando y causando accidentes a su paso. Y en el interior de su cubierta, un jardín de colores se agolpaba contra él, ocupando el poco espacio que le quedaba para respirar. Los transeúntes se preguntaban qué podía perturbar tanto al Hombre Florero. Pero nadie lo detuvo. Al alcanzar su casa, derrumbó la puerta de una embestida fortuita. Y en lugar de su hogar siguió sin ver más que aquella inmensidad de flores que lo embebía, como en un ataúd colmado de espuma expandida y ya solidificada, que no permitiera más que arrastrarse por el suelo como una lombriz de tierra. Ciego y ofuscado, recorrió los pasillos del apartamento, intentando encontrar algo que lo liberara de aquella funda impasible, rasgando las paredes y asolando el mobiliario al paso de los filos de plástico. Nada encontró que pudiera perforar el sobre que lo contenía. Lo intentó con todo tipo de utensilios cortantes, perforantes y contundentes, sin más resultado que evidenciar su estupidez y su agonía a través de los cristales cuarteados de las ventanas, lentes irregulares a través de las que los vecinos presenciaban un postrero espectáculo e insólito. Procuró derretirse con agua hirviendo, y no consiguió más que hacer que las flores se reprodujeran en el interior tornándose un manto asfixiante y húmedo; probó con incendiarse, y es cierto que lo quería de verdad, porque no pudieron hacer ceniza de aquel plástico ignífugo ni el aceite, ni el coñac, ni el combustible para el cortacésped y ni siquiera el gas de la cocina. Y al final, llenando el baño de agua, lo intentó atentando contra sí mimo, como colofón de su desdicha impávida y desalmada, abrazado el tocadiscos encendido que Mamá le regaló, y que sonaba “Les Marionettes” de Preisner.

Nada pudo con él. Tumbado en el jardín, y acabado, reposaba, pensando cómo se ensuciaba de veras lo glorioso de su noble vida. Cómo no podría volver a ser el mismo. Ni él, ni sus seguidores, ni sus criaturas larva. Ni siquiera podría volver a arrancar cables en ese enorme carcasa impenetrable y, en verdad, vacía. Ansioso, inundado de lamento, oprimido por las flores y zambullido en el olvido de quien es recordado por lo que no se ha sido, el Hombre Florero pudo ver como su envoltorio se inflaba, poco a poco, hasta abombarse. Luego, empezó a levantarse, y como un globo, empezó a elevarse. Primero deslizándose con ligereza por el suelo, y luego saliendo a flote, el Hombre Florero despegó en su envoltorio, hacia las estrellas.

Con la mala fortuna, de que un borde de su embalaje quedó enganchado en algo del tejado de su casa, formando un hilillo como el que comenzó a aparecerle detrás de las orejas. Y así permaneció, flotando, prendido de una cuerda, hasta que el plástico de la cubierta, comenzó a deshilacharse. Las bandas de su envase comenzaron desprenderse hasta formar, por último, un largo cordoncillo, que acabó por caer al suelo. Y su contenido, fue a esparcirse con el viento, por toda la ciudad.

No encontraron nunca su cuerpo. Pero sí un pequeño cromo que cayó al suelo cuando se abrió el envoltorio. Un joven lo tomó para su colección, y no se volvió a hablar más del Hombre Florero, que quizá, comenzó arrancando cables del suelo, por no quedarse pegado a ellos. Mamá lo había contemplado todo, y satisfecha, apagó las luces de la casa, y se marchó.


Años más tarde, aquel cromo salió a la luz. Y un día, dicen que vieron la Tierra flotar más allá de Saturno, colgada de una nube de innumerables globos y minúsculos, atados a las antenas de las casas, y más allá, una enorme Pangea de flores enmarronadas.

Fue su espectáculo (póstumo) más asistido.




2 comentarios:

Ripser dijo...

Como todos los borricos que creen que los nombres sobre las obras sirven de algo de cara a los futuros milenios en los que nos habremos suicidado a nuestra especie repetidas veces -y los soportes virtuales fueron los primeros en perecer-, reclamo mi pequeña porción de autoría, pues así será exagerada por el vulgo y se creerá que su encanto escatológico forma parte de mi sensibilidad, cuando me es tan ajeno que ni siquiera haría mi propia interpretación, que bastante tengo con interpretar el mundo.

En definitiva, enhorabuena. Has vencido al jefe final y has conseguido su puesto ¡el de ser el autor único del Cadalso contemporáneo!

rafarrojas dijo...

Jo! pues no he llorao yo ni na con el triste destino de flowerman....!
Buena historia, felicitaciones.
Huele a flores muertasmuerto.