miércoles, 31 de agosto de 2011

La semilla de los gusanos (I)

Lo veían arrancando los cables que surgían de la tierra. No sabían por qué lo hacía, quizá buscaba su final, o simplemente se aburría. Quizá intentaba rellenar el agujero de su estómago con sus hallazgos, una paloma de plástico, un autómata decimonónico o un hueso de oveja, con suerte, una raíz. Se mostraba solitario, no parecía haber descubierto utilidad para la vista distinta de la de escudriñar en el suelo, ni para los dedos distinta que escarbar y explorar a ciegas, cuando la tierra los cubre. Nunca interrumpió su tarea, por lo que puede que no buscara nada en concreto, o que nada le satisficiera, o necesitaba continuamente aquella dosis de arqueología sólo por no morirse de triste. Abandonó aquel cometido, una tarde, cuando Mamá lo convocó…

Después de aquello, transformó de manera peculiar. Fue visto en lugares adventicios, y ya no miraba nunca al suelo, sino quizá hacia arriba o hacia atrás, como intentando ver surgir oro de su cabello ralo, o de sus nalgas. Nunca reveló a nadie ninguna circunstancia de aquel encuentro, si bien es cierto que pocos, por entonces eran propensos al acercamiento, menos a iniciar una conversación, con aquel ser extraño. Pero aún más tarde, cuando fue reconocido, la reunión con Mamá siempre permaneció envuelta en un halo de misterio, y aparente olvido. Lo que sí resultó evidente fue que desde entonces dejó de imantarle el fango y la tierra, y comenzó a sentirse llamado por el cielo, y las estrellas. Poco más tarde, comenzaron a crecerle pequeños hilos plasticosos detrás de las orejas.

Aquel nuevo órgano trajo también los primero habitantes que lo acompañarían hasta sus últimos días. Eran unos seres diminutos y pegajosos, reptiles y alargados, como larvas o gusanos, hilando su crisálida. Al principio, sólo habitaron sus oídos, y susurraban halagos de fama e ingenuidad, que hacían a su portador sentirse orgulloso y querido, quizá seguro de su porvenir planificado… Lo acompañaron en sus primeras tareas, en sus ensayos y las primeras audiencias. Pero cuando pisó el primer escalón al reconocimiento, las criaturas larva ya recorrían su cuerpo, comenzando a tejer una mortaja multicolor, que se inició en los oídos y continuó por el cuello. Parecía que el contrato con Mamá hacía crecer sus frutos, por anticipado.

Apenas le bastaron unas pocas tardes en locales particulares para que la luz y el humo lo dispararan a la fama de los escenarios y las portadas de revista. Con unos pocos consejos de sus pequeños habitantes viscosos, él era capaz de brillar como no hizo ninguno de sus hallazgos en la tierra. Y tan sólo aparecer sobre el escenario, se encendían los rostros de los concurrentes y el viento se hacía vítores y la tierra un temblor extasiado. Y cuando un bosque de flores emergía de su ano: la catarsis. Un suspiro unísono desde lo hondo del mundo, desinflándose, y sus fauces se abrían allí mismo ante tal suculenta floresta, un mar de pétalos flotantes disparado al público que se bañaba inmerso en él, o flotaba, llorando de plenos y elevados. Y él entonces saludaba, daba las gracias, se entregaba a la marea gritando al llanto enfebrecido cuánto más gozoso se sentía él. Lo llamaban el Hombre Florero.

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