martes, 9 de noviembre de 2010

Lo que el árbol me contó

En los desiertos de soledades eternas, los hombres construyeron una gran ciudad. Dormida y perezosa, la ciudad era un hervidero de sudores de aquellos hombres que cultivaron aquel páramo, y sus esfuerzos eran agua para la sal del desierto, que aunque dio frutos, ni siquiera un ápice de su terreno dejó de estar maldito.

Pues en verdad estaba maldito aquel infierno, abandonado por los hermanos verdes, amarillo y ardiente en su totalidad, y nosotros sólo pudimos abandonar aquel páramo a su suerte, cuando el Gran Lago se secó. Si alguna vez en aquel desierto te sientes zarandeado, o perdido entre las olas de arena, piensa que un día fue agua, y descansa feliz, pensando en los simples placeres negados a  los bípedos.

Pronto los dioses de los hombres llamaron a sus sacerdotes, y así, gobernados por causas que no entendían, los hombres empezaron a tener miedo de aquella extraña que llamó pronto a su puerta: la gélida Muerte. Los dioses sabían que cuando ella acabase, ellos quedarían relegados al olvido de las arenas.

Ella vino tímida la primera vez, en la larga noche, y dotó con su regalo al más sufrido de los hombres, el noble y fuerte Äbel.

Nunca nadie escuchó en el viento los arrullos de la joven Muerte, nunca nadie los vio gozar bajo los sicomoros de un oasis que jamás sería hallado de aquella noche gloriosa en que el Hombre conoció a la Muerte. Tan sólo quedo la vana historia de un asesinato, porque la envidia de la humanidad es demasiado poderosa como para imaginar causas nobles en sus compañeros de tan amargas penas...

1 comentario:

Cristina Domínguez dijo...

Donde hay una maldición, hay una maldición. ¡Si es que...!