domingo, 8 de agosto de 2010

Cuentos del medievo IV

Érase una vez un héroe que eras tú, sólo que en un mundo diferente.

En aquel mundo, estabas condenado a ser héroe todos los días de tu vida, sin una posibilidad de rendirte, de cejar en tu empeño o si quiera de vacilar. El Gran Dragón había podido con todos, todos los héroes anteriores, y sabedor de tal desgracia, tú no podías permitirte un segundo de descanso.

Ibas directo a su guarida, a buscarle al despuntar el alba, la espada en la mano, la armadura de metales preciosos y el escudo del león. El rugido del Gran Dragón no espantaba tu fiero rostro, así que avanzabas en la oscuridad de aquella cueva de muerte. Cuando guiado por el resplandor de las miles de piezas de oro puro que constituían el tesoro del Gran Dragón llegabas hasta su amplia guarida, gritabas, todopoderoso:

- ¡He aquí el héroe, he aquí la espada!

Y sabías que el Gran Dragón debía temer esas palabras, pero tan sólo retorcía sus grandes fauces en una mueca horrenda, mientras aspiraba aire para expulsar su hálito ígneo. El escudo del león, debidamente colocado, frenaba el pérfido ataque, mientras avanzabas en una carga frontal. El poderoso brazo del dragón golpeaba tu cuerpo entonces, estrellándote con la pared, la lucha siempre se complicaba y nunca era tan fácil como un ataque frontal, y mientras pensabas él ya estaba allí, agarrándote, ¿dónde se había metido el escudo? pensabas, el escudo estaba en el suelo, corroído y maltrecho, la cara del león que se había vuelto triste en lugar de fiera. Y tú entretanto, ahí estabas, atrapado por el brazo del Gran Dragón en un abrazo mortal, sostenido en el aire, pero aún con la espada en la mano, a pesar de que la armadura había sido desgarrada de costado.

¡Oh, el glorioso momento de liberación que sentías, cuando, armándote de una fuerza inusitada, mantenías las fauces abiertas del dragón, estando ya en su boca, a punto de ser devorado! Con la otra mano la legendaria espada cortaba de lleno el cielo de su boca, y el Gran Dragón caía al suelo de la cueva, y el frenesí de la sangre y de la espada te invadía, y así, lograbas acabar con él.

Suspirabas varias veces, jadeabas, te sentabas en el tesoro. Había veces que estabas más cerca de la muerte que otras. Salías a contemplar entonces el ocaso que el buen Dios te había permitido poder observar una vez más.
Pero el alivio sólo duraría hasta mañana, cuando el Gran Dragón volviera a despertar, como era la rutina de todos los días de tu vida.

2 comentarios:

Ripser dijo...

Ewige Wiederkunft :)

Eli Lie dijo...

Increible. Me encanta :)