martes, 12 de octubre de 2010

Reflexiones en torno al falsacionismo metodológico sobre la causalidad per se.

(A P.P)

Lo primero que hacía al despertar era mirar hacia el suelo para cerciorarse de que el suelo seguía allí.
Como todos los días, asomó su cabeza desde el borde del edredón, agarrado a las mantas, como un aventurero que escruta un abismo. Una vez rozado el parqué con el dedo, se puso de pie de un salto y caminó con el corazón en un puño hacia el estuche de las gafas, esperando la más paradójica evaporación. Pero las gafas seguían allí, donde las había dejado la noche anterior. Esto llenó de radiante alborozo su corazón. Con ademán tierno, se las puso y lanzó una sonrisita.
Se dirigió hacia el pasillo, andando con un sigilo inmotivado. Se asomó con precaución al corredor salpicado de puertas. Al parecer la superficie de éste seguía siendo transitable. Se encaminó con cautela a la cocina, pisando el suelo con la punta de los pies. Tenía hambre. Los alimentos fueron sometidos a un duro análisis, de los que algunos no salieron indemnes. Todo fue olido, tocado, rozado con un dedo que acababa en su lengua, repetidas veces. Tiró un par de envases que no lo convencían del todo, pero la leche y los cereales que finalmente devoró con una ansiosa avidez eran los mismos de los que comió hacía dos días, nada se había transmutado en ellos, ni envenenado, deteriorado, siquiera convertido en clavos. Esto último fue lo que más le sorprendió. Una vez hubo desayunado volvió a su habitación, a paso silencioso. Ésta no había sido inundada ni incendiada, seguía tal cual. Plantó su delgada figura frente a la puerta del gran armario, inmóvil de puro temor durante unos momentos. Sin embargo, logró sobreponerse aunque, al abrir la puerta lentamente, su mano temblaba. Echó una rápida ojeada dentro, temiendo lo peor. Pero al parecer la ropa estaba igual de quieta que de costumbre, no se había cambiado de sitio, no la sustituía algo abominable. Olió y toqueteó repetidas veces con los dedos la camiseta, el pin que sobre ella se colocó y los pantalones, y fue al cuarto de baño.
Aparte de un lavabo y una bañera, lo que ocupaba casi todo el cuarto eran decenas de espejos, de distintas formas y tamaños, colgados por doquier. Se acercó al más grande de ellos, casi del tamaño de una persona. Le animó saber que sus temores eran, una vez más, infundados. Seguía siendo humano, lo mismo de siempre, al menos por fuera, quizás con alguna cana de más, pero sin cambios sustanciales. Se fue mirando en todos, gesticulaba ante ellos, pero en ninguno de ellos vio algo distinto a lo que había visto en el primero. Una vez le satisfizo su inspección, salió a la calle. Asomó la cabeza al exterior, protegido por la puerta. Todavía vivía en una calle, y casi se atrevía a jurar que era en la misma ciudad. Soltó el equipo de buceo, no le iba a hacer falta aún.

Lo que más se ajustaba a su rarísima manera de andar por el césped, entre los parterres de flores del vecindario, eran los correteos de un animal que estuviera tratando de evitar a decenas de posibles depredadores, a campo descubierto. Miraba con desconfianza cada montoncito de hojas, cada caseta del perro, cada copa de árbol, como si de ahí fueran a relucir de un momento a otro un par de grandes ojos amenazadores. Un vecino madrugador señaló risueño a su esposa cómo corría agachado.
"Ahí está de nuevo, siempre a la misma hora", dijo el vecino


Se moderó un poco cuando dejó los jardines y se aproximó al centro, pese a mantener ese tenso sigilo que lo circundaba como un velo. Se adentró por las callejuelas comerciales de la pequeña ciudad. Ante cada escaparate se quedaba quieto un momento, concentrado en la inspección de lo que vagamente reflejaba el cristal. Y miraba con ojos de pescado a la gente con la que se iba cruzando, tratando de penetrar en sus pensamientos. En una ocasión creyó ver por el rabillo del ojo que la forma reflejada en el escaparate de una panadería era la de un alienígena verde rebosante de tentáculos. Dio un paso atrás, y aún creyó divisarlo un instante, pero la milésima de segundo siguiente estaba de nuevo ahí la figura de aquel hombrecillo con gafas. Se obligó a sí mismo a prestar más atención y caminar más lento.
Casi dio saltos de alegría cuando la farmacia reveló no haberse movido de sitio. Entró con precaución. En el fondo de la tienda, tras el mostrador, acompañaba al farmacéutico que siempre había visto una chica joven vestida de la misma guisa. Se la presentó como su hija.
"Esta es mi hija", dijo el farmacéutico.
Él se alegró de que ella, contra todo pronóstico, no hubiera ido allí a devorar al farmacéutico. ¿Quién le serviría las pastillas entonces?
"Me alegro mucho," respondió el hombrecillo.
Había ido hasta allí para pedirle pastillas contra el mareo, que se le habían acabado. Siempre que no fuera andando a los sitios le entraba unas súbitas náuseas al más liviano vaivén. Lo solucionaba tomando antes su buena dosis de pastillas, era algo que no podía faltar en su despensa.
"Necesito urgentemente pastillas contra el mareo, es algo que no puede faltar en mi despensa" dijo

De vuelta a casa iba haciendo sonar el botecito de pastillas, no fuera a ser que de un momento a otro se volatilizaran y tuviera que ir a devolverlo. Los escaparates no le depararon ninguna sorpresa más ese día. Cuando estuvo de vuelta frente a la puerta de su casa, o de lo que parecía ser aquella casa que había dejado en ese mismo lugar hacía menos de una hora, su reloj señalaba las 10:00, aunque, por supuesto, quizás le intentaba timar. Por dentro la casa seguía igual que hacía un rato. Hizo una rutinaria inspección por todas las habitaciones, incluido el cuarto de baño de los espejos, y no encontró modificaciones notables, salvo una cucaracha que sospechaba que ya estaba allí desde hacía mucho. Ni siquiera dentro del armario le habían crecido monstruos. Descansó un par de minutos en el sofá de la planta de arriba, aliviado, y durante ese tiempo, por probable que pareciera, no se dio ninguna inexistencia momentánea del suelo-techo que dividía la planta de abajo con la que lo sostenía, ni tampoco ninguna sustitución de la habitación por el interior de la tripa de un reptil prehistórico.

La habitación en la que estaba tenía un escritorio junto a una ventana, y sobre él colgaba una lamparita apagada. Mientras estaba descansado sus plácidos dos minutos de sofá no paraba de repetirse que había pasado por alto algo antes, algo tan básico que le costó un poco recordarlo. ¡Claro! Esa mañana no había comprobado si la bombillita de la lámpara existía aún, funcionaba aún, era inofensiva aún. Se puso a su lado, ahí estaba, colgando, como siempre había estado. Entre el escritorio y la pared existía un pequeño y recóndito interruptor que debiera encenderla al ser presionado. Metió con dificultad la mano en el hueco y alcanzó a apretarlo. Efectivamente, el presionarlo se correspondía con que la bombillita se encendiera, o apagara si ya estaba encendida. Lo comprobó varias veces y, viendo que ya lo había revisado todo, acto seguido se tomó un par de pastillas para el mareo y se subió encima del escritorio, de cara a la ventana, que carecía de barrotes y ofrecía una amplia vista del lado de la casa contrario a los jardines, salpicada de casitas, bloques de piso, ciertos parques lejanos y alguna torreta de electricidad ocasional. El paisaje de siempre, pensó. Se acercó más aún al borde de la ventana, con los pies casi plantados en el vacío. Cogió impulso.


"Parece que hoy todo sigue en orden aquí abajo. No creo que haya problemas" se dijo con una media sonrisa al saltar fuera de su casa y comenzar su vuelo diario por la ciudad, aún medio dormida.

5 comentarios:

Manuel dijo...

Sólo puedo decir:
"Prodigioso"

Cristina Domínguez dijo...

o_o
Qué locura...
¡Me encanta!

gregorio dijo...

No sabía que conocieras mi casa.
Encantador, saludos

Alas Daëva dijo...

Todos pensaban que se trataba de un caso grave de trastorno obsesivo compulsivo o algún tipo singular dentro del espectro autista...
Qué va...solo previsión antes del vuelo...
aunque ¿no le quita tanto protocolo el maravilloso sentimiento de incertidumbre que podría tener volar?

¿o es que la cosa va de tener que retomar cada día lo que se sabe del mundo para emprender el vertiginoso estado de actuar en él (y saber que todo resultaba estar colocado de una manera totalmente distinta)?

:)

Marga dijo...

¡Me encanta!